RISTTUULES. Martti Helde. 2014.


Comercializada como In the crosswind. Ópera prima de Martti Helde. Por desgracia, estamos acostumbrados a muchas películas sobre el horror del exterminio, de las deportaciones en el marco de los conflictos bélicos, de las penalidades en los espacios de concentración. En realidad, y por desgracia, estamos demasiado acostumbrados al horror pasado y también al presente. En todo caso, como bien sabemos, ha habido horrores más rentabilizados cinematográficamente que otros, y Risttuules posa su mirada maestra en uno bastante desconocido para nosotros: la evacuación forzosa de miles de estonios a campos de trabajo en Siberia en tiempos de Stalin, y también el asesinato de muchos de ellos por tribunales militares que de tribunales tuvieron muy poco y sí mucho de pelotones de ejecución por motivos estrictamente étnicos. La acción nos traslada a Junio de 1941. Erna, su esposo y su hija Eliide son capturados y separados en dos trenes que los llevan a destinos diferentes del espanto: el esposo, Heldur, será torturado y asesinado pocos meses después; Erna y su hija acabarán en un campo de trabajo donde el único pago es un mendrugo de pan. La película, en un exquisito blanco y negro, se articula, desde un principio que evoca a un cierto Terrence Malick, con escenas de detalle de la felicidad de los protagonistas previas a su captura por el ejército soviético —protagonistas que son una metáfora de todo el pueblo estonio—, en trece cuadros como trece retablos, con imágenes suspendidas, congeladas, plenas de expresividad. Hay algo de barroco, de pictórico, en esos instantes detenidos por los que sin embargo el sonido sigue discurriendo: los sonidos del horror cotidiano, de los trenes del holocausto estonio, de las botas que se acumulan en pilas tras los fusilamientos de los hombres, de los susurros de las mujeres aterrorizadas entre los despojos de la tundra, de la música alegre que precede a la triste violación de una sumisa Erna, del hambre que acaba con la vida de la pequeña Eliide. Junto a estos sonidos, la voz en off de Erna, que va desgranando en una larga carta a su esposo, que este jamás recibirá, los recuerdos, el amor, el dolor, la vejación, su mísera vida, la aflicción sin nombre (quien pierde a un esposo es una viuda, quien pierde a un padre es un huérfano, quien pierde a un hijo no tiene nombre) por la muerte de la niña. Todo con una intensidad poética que contradice uno de los dichos más conocidos y desafortunados de Theodor Adorno.
Helde es un maestro del silencio, del no aspaviento, de la sencillez, del fuera de campo. Narra lo más espeluznante, lo más violento, lo más denigrante, lo más injusto, lo más pavoroso, con elipsis plenas de sabiduría, también con esas tablas de personajes cincelados con pasión sólida y solemne.
Erna —qué grande Laura Peterson— consigue sobrevivir a la degradación y años más tarde es liberada —las figuras recobran movimiento en la película— y regresa adonde solo queda ya el vacío. Helde termina su película con un final no por sabido menos angustioso. Las palabras de Erna quedan sepultadas en nuestros corazones como una paletada de tierra en una fosa profanada. Un diamante que nos desgarra como acero, Risttuules. Imprescindible.


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