MEDEA DOLOROSA

Qué arrolladora fuerza la de la mujer que desde la razón se sumerge en la irracionalidad tras haber entregado todo a cambio de una traición. Medea, una de las grandes de la tragedia clásica, ha fascinado con motivo a muchos dramaturgos, y Andrés Lima ha sabido combinar las múltiples visiones que tenemos de ella a partir de una adaptación del texto original de Séneca —en la traducción de Moreno Luque— que salpimenta con trazos de Eurípides, Anouilh o Müller. El resultado se ha podido ver este fin de semana en un repleto Palacio de Festivales: un montaje que gravita muy específicamente sobre Medea, eliminando distracciones y reduciendo al mínimo las intervenciones de otros personajes y también del coro, aunque recurre con acierto a la nodriza de la hechicera y a una íntima y desgarrada corifea.
La obra se inicia con un portentoso fuera de campo, en que oímos un grito telúrico, herido, vengador: es Medea instalando al espectador en la tragedia. Mientras tanto, se nos desgrana la mítica genealogía de la maga y una estremecida Gea pare en escena las semillas prístinas de la desgracia. Aitana Sánchez-Gijón se incorpora al escenario desde el patio de butacas enfundada en una gabardina negra. Comienza la batalla. La actriz tiene la voz dañada, pero no se arredra; en seguida nos olvidamos de eso, en cuanto la vemos arrasada por la contradicción del amor que se convierte en odio, un odio tan profundo que es el más terrible amor. Hay dos escenas brutales: el cara a cara con Jasón, esencial en la trama —«Por ti he matado y he parido. Yo tu perra, tu prostituta. Yo peldaño de la escalera de tu gloria ungida con tus excrementos... Ningún crimen cometí por odio, sino por amor a ti.»— y el conjuro infernal para invocar la desgracia de Creusa, auténtico trance en que Aitana se convulsiona casi desnuda —sexual, atávica, tribal—, embadurnada de barro, sangre y plumas. Otros momentos sorprenden por su calado transparente: el afecto de la nodriza —espléndida Laura Galán, también Gea— y las delicadas canciones y exquisitos aullidos de la corifea —grande, Joana Gomila, menuda voz—. El momento del asesinato de los hijos pierde algo de fuerza con los inmóviles muñecos de yeso, aunque conmueve esa Mater Dolorosa que niega conocer lo que mata para aminorar su sufrimiento, el mal.
Andrés Lima dirige su Medea maravillosamente, pero no debió meterse a actor en ella. Su tibia pluricaracterización —corifeo, Jasón, Creonte y ayudante de vudú— resulta inverosímil. Más junto a una Medea tan inmensa, tan visceralmente femenina, tan desahuciada. Tan Medea.