JUGÁNDOSE LA VIDA


Cuando Pau Miró escribió Jugadores, seguramente lo hizo llevado por un sentimiento de ternura hacia  sus cuatro personajes —quién sabe si alguno de ellos real— y por la pretensión de que también el público la sintiera. En ese sentido puede decirse que Miró consiguió su objetivo. Y también que puso el texto que escribió al servicio de ese propósito, con resultados desiguales. Así se vio este fin de semana en el Palacio de Festivales de Santander, donde recaló el montaje de la obra, con dirección de su propio autor y con los bien conocidos actores Jesús Castejón, Luis Bermejo, Ginés García Millán y Miguel Rellán como únicos y absolutos protagonistas.
En el texto, el juego funciona como metáfora. Aunque se mencionan las visitas al casino de los cuatro personajes, y se supone incluso que estos se reúnen para jugar, lo cierto es que no llegan a echar una sola partida ante nosotros. Estamos más bien ante adictos a una vida perra que deciden en última instancia jugárselo todo a una carta, a ver si de una vez maldita sale el póker de ases que les libere del tedio, del fracaso y de la mediocridad. En un final ambiguo, el autor hace una concesión a sus criaturas, otorgándoles un premio que, en definitiva, las va a afianzar en la continuidad de su descalabrada vida: pagar la deuda a la abogada, ingresar dinero a la esposa, vagar hasta la siguiente puta. Curiosamente, no sé si será casual, los grilletes de estos hombres zarandeados se presentan en clave femenina, y por cierto en sus clichés más burdos. No obstante, no son los únicos; hay más.
Y es que ese, el cliché, es el gran lastre de una obra que teniendo muy buenos mimbres no logra cerrar un buen cesto. Con un interesante planteamiento de salida y temas que podría haber desarrollado con placentera profundidad, finalmente la elección es la más fácil. Es verdad que en el texto sobrevuelan, atemperados, referentes inalcanzables: Beckett, Shakespeare, hasta Cervantes. Pero aún así un mayor compromiso del autor se hubiera agradecido. Y mucho. Algunos pasajes están tan poco trabajados que nos alejan kilómetros del escenario en su vulgar medianía. No se combaten mejor los mordiscos de la vida por mucho decir follar, huevos o cojones. Es mucho más efectiva esa imagen del actor (Luis Bermejo) que se queda en blanco en sus trabajos, y se engancha a ese pavor del vacío como a una droga, que la retahíla de tacos y voces con que nos obsequia sin cesar García Millán en su papel de enterrador.
La gran baza de la obra es, en general, la buena interpretación de los actores. Todos ellos pasan por momentos más y menos inspirados, pero llevan adelante su cometido con buena nota. Escénicamente la propuesta funciona y está bien iluminada. No disgusta aun en su singularidad la entrada y salida de actores, aunque resultó forzada la bajada de Luis Bermejo desde su número musical, igualmente forzado y sobrante. Todo el montaje respira una concepción y ritmo cinematográficos que alivian los tiempos pero que pasan demasiado de puntillas por las tablas.