SILENCIO Y REGRESO



Nacer es un acto violento, traumático y ruidoso. Venir al mundo supone transitar desde la umbría calidez de la cueva materna a través de un canal angosto y doloroso, y abrir los ojos a una claridad hiriente y a un entorno donde los sonidos ya no están, como en el interior recién perdido, amortiguados. El propio vagido que exhala el neonato al incorporarse a la vida plenamente humana preconiza una existencia que no es sino un errar de grito en grito, de ruido en ruido, hasta entroncar con el último gemido. Ese alarido iniciático seguramente es producto del terror: terror por la expulsión, terror ante la incertidumbre, terror ante un mundo que suena. Desde ese instante ese terror ya no se extingue y se combate incrementando el ruido, pues volver al silencio, a aquel concreto silencio de la madre protectora —cuyo amor condiciona nuestra vida aunque ese enamoramiento no lo recordemos—, no es posible.
El ruido ha experimentado asombrosas mutaciones para acompañarnos y dominarnos a lo largo de la Historia. El último siglo, más ruidoso que ninguno, nos ha mostrado las más sutiles y también y sobre todo las más burdas de ellas. Contra «la garganta de una sociedad que se siente segura en el fragor», por usar la certera expresión de Ramón Andrés, las artes y, en particular, la literatura, han opuesto silenciosas objeciones: incitación mayúscula a la rebelión contra el miedo. Soledad y silencio han flanqueado al escritor y al poeta en esta lucha, de la que la mudez ha sido ariete frecuente, también el balbuceo. Celan se recreaba en ese legado magistralmente no transcrito por Osip Mandelstam: «Si viniera, / si viniera un hombre, / si viniera al mundo un hombre, hoy, con / la barba de luz de / los patriarcas: debería, / si hablara de este / tiempo, / debería / sólo balbucir y balbucir». Del tartamudeo de la sintaxis como expresión de la inocencia se avanza por una suerte de camino inverso hacia el origen —amniótico, existencial y lingüístico—mediante el despojamiento absoluto del escrito; eso que también Celan describía en su discurso El meridiano al desnudar el oficio poético: «El poema muestra una gran tendencia a enmudecer». El poeta es un Orfeo que vuelve la cabeza hacia lo oscuro en un afán imposible de regreso. Ese gesto callado e intenso es el más pleno poema, el que toda la vida se quiere escribir y siempre huye, hasta que las posturas se revierten y la sombra pasa a estar en el umbral y no a la espalda. Pero entonces ya no es tiempo de escribir, sino solo de volver.
No es casualidad, en todo caso, que el silencio sea la suma atávica de todas las palabras, como el blanco es la suma de todos los colores. Para perfeccionar ese silencio se mezclan colores, se tachan palabras. La música participa también de idéntico recurso. En la poesía y en la música hay dos alientos semejantes. La palabra pronunciada es la música del poema, de la misma manera que la realización musical es la banda sonora del papel pautado. Pero ambas pueden existir sin sonar en tiempo real. Don DeLillo, en su evocador Contrapunto, recoge una ilustración perfecta de esta idea: en su último concierto en público, en la ciudad de Boston, Thelonius Monk se quedó súbitamente inmóvil ante el piano. Permaneció «presionando las teclas, sin sonido, durante tantísimo tiempo que sus adláteres terminaron por abandonar el escenario. Estaba oyendo algo que ellos no oían». Monk, como un vate sumergido en la tiniebla, también mantenía sus manos extendidas sobre el teclado, tachando el sonido con su gesto, purificando la «nada» resultante en un ademán esencialmente poético. En esa nada, en el mutismo, el mundo se expresaba con «el más estruendoso de los ruidos»: el silencio.
Ese angustiado rumor es el que clama en el fondo de los libros y es el que escucha el lector en ese acto de posar sus ojos en lo escrito, lejos de la tiránica exigencia de la atemorizada tribu; en ese acto a la sombra de sí mismo que le permite atisbar el rostro de algo semejante al infinito.