BARRICADAS DE HUMOR CONTRA BARBARIE


Vivimos tiempos de escaso sentido del humor. Es cierto que, tal como está el patio, no resulta fácil que la risa brote con espontaneidad, y menos aún que nos entreguemos a una contemplación de los desórdenes del mundo con una dosis  aceptable de ironía distante. Sin embargo, en todo contexto en que las palabras ceden forzadamente el turno a la contundencia de los hechos hay motivos para preocuparse. Cuando se pierde la capacidad de someter la ingrata realidad a la prueba de fuego de la razón crítica —incluso de la sinrazón satírica— es que algo marcha demasiado mal.
Esta sensación —pues llamarla reflexión sería demasiado rimbombante— nos asalta cuando nos acercamos a la literatura del primer cuarto del siglo XX, y en particular a la que es en buena parte deudora de la terrible cantera de inspiración que supuso la Gran Guerra y el desolado panorama europeo previo y posterior al conflicto. El dibujo de un entorno alienante, demacrado y decadente con tintes risibles y absurdos, sin renunciar por ello a sugerir una conclusión melancólica o sombría, se cultivó en ese periodo por plumas maestras de las más diversas procedencias, en un ejercicio de exquisito aunque a veces ensimismado o secreto —por poco exhibicionista— cosmopolitismo. Este perfil alentaría más tarde obras en que su plasmación de un delirante desconcierto lindan menos con el humor que con la amargura. Pero eso es ya la Segunda Guerra Mundial y lo que sigue.
Viene todo esto al hilo de la recentísima recuperación para la literatura «activa», y en particular para la española —vía traducción—, de un par de obras espléndidas. En un caso se trata de la novela de un autor que llevaba demasiado tiempo sin ser debidamente recordado: Los políglotas, de William Gerhardie; en el otro, de un libro con una rocambolesca historia de ocultamiento y persecución a sus espaldas: Historia y desventuras del desconocido soldado Schlump, de Hans Herbert Grimm. Ambas —qué bien editadas en Impedimenta, por cierto—, distantes en su aparición original en tan solo tres años (1925 y 1928 respectivamente), y aun en su tono distinto, producto indudable de su localización y propósitos, confluyen en el vago perfume autobiográfico y, sobre todo, en el enfoque profundamente irónico con que abordan un espectáculo demoledor cual es el de las inmediaciones de la Primera Guerra Mundial, y en la perspectiva que a sus autores proporciona su privado cosmopolitismo, su «danza» de lengua en lengua, lo mismo en el desarrollo de las tramas que en sus biografías personales.
Gerhardie era un anglo-ruso de remotas raíces belgas, educado en Oxford (institución a la que dedica por igual dardos vitriólicos y nostálgicos recuerdos), hijo de industriales ingleses, que viajó por toda Europa y vivió en Japón y Rusia, y que huyó de esta última con motivo de la Revolución. Los políglotas está ambientada precisamente en este vaivén de nacionalidades, culturas y lenguas, recreada en un mosaico de babel donde el desternillante caos argumental cultivado a conciencia por sus personajes es traducción del desorden europeo. Tras leer Los políglotas sentimos que cada lengua supone un universo condenado a un desentendimiento atávico, del que la guerra es solo una de sus manifestaciones más crueles; de ese desentendimiento nace irremisiblemente el absurdo, el equívoco y la risa; también la misma acidez de que hablaba Manganelli cuando se refería a Inutilidad, la otra gran novela de Gerhardie ya publicada en España por Siruela hace una década.
En un contexto bien distinto, Hans Herbert Grimm fue profesor de francés, italiano y español en Turingia. Las aventuras de su soldado desconocido, tragicómico antihéroe de intencionalidad tan satírica como pacifista, corrieron singular suerte: Schlump, de algún modo trasunto de su autor (quien había sido soldado en la Gran Guerra y había desempeñado en ella servicios como intérprete y traductor del mismo modo que lo haría de nuevo en la Segunda Guerra Mundial), fue publicado bajo pseudónimo, y gracias a esa particularidad eludió problemas Grimm tras la quema de su libro por los nazis. Únicamente un ejemplar se salvó: el que el propio escritor puso bajo custodia emparedándolo en el despacho de su casa.
Por su lado, Georges Hamlet Alexander Diabologh, también evidente y sardónica personificación de su autor, es quien enreda y desenreda el hilo conductor de la disparatada marcha de la creciente tropa de Los políglotas hacia la dispersión y la incertidumbre. Tanto él como Schlump abrevan en la surreal tristeza de la estepa pushkiniana, en la suave retranca y adictiva banalidad de Chéjov, en el punzante y hasta macabro estilete de británicos como Wilde o Saki, en el desafiante dislate de Hašek.
Leamos a William Gerhardie, leamos a Hans Herbert Grimm, extraigamos de su lúcida humorada armamento irreductible con que combatir la mudez aterradora de la barbarie que se extiende.