Inauguración del 63 Festival Internacional de Santander
Al fin, en la esperada inauguración del 63 Festival Internacional
de Santander, volvió a vivirse el esplendor perdido hace tantos años y que
tanto echábamos en falta. Más que de esplendor, casi de milagro podría
hablarse, pues fue una auténtica epifanía sonora la que se produjo en la Sala
Argenta, en un lleno absoluto y con un público que ovacionó cerradamente una
jornada que merece formar parte de la memoria más gloriosa del Festival.
Con un programa pespunteado de sutiles alusiones y juegos
numéricos, también de inteligentes contrastes de estilos y coloridos, el
caballero John Eliot Gardiner al frente de sus soberbios English Baroque
Soloists y del indiscutible Monteverdi Choir, que cumple 50 años de vida con la
frescura del recién nacido y la sabiduría de un amplio recorrido de enormidad
interpretativa, nos regaló una noche con Bach, Scarlatti y Handel como dispares
pero bien engarzados protagonistas, exhibiendo elegancia, solemnidad, precisión
y osadía en dosis milimétricamente equilibradas.
Cristo yace en los brazos de la Muerte, cantata BWV 4 del
Maestro de Leipzig, ciudad en que este la recuperó y la estrenó,
previsiblemente en la Pascua de 1707, se articula en siete movimientos con una
introducción sinfónica. Tejiendo un maravilloso encaje entre el inicial cantus
firmus sostenido sin adornos por la voz soprano en contraste con el contrapunto
libre de las voces bajas, alternando posteriormente las partes a dos y cuatro
voces con las impresionantes partes corales conjuntas, sin olvidar el delicadísimo
y punzante trabajo de la cuerda, llegando a la impresionante lucha entre vida y
muerte de la cuarta estrofa o a los ecos purcellianos de la sexta tan
sutilmente subrayados hasta el advenimiento del conmovedor final, Gardiner,
gran orfebre bachiano, nos dejó absolutamente anonadados.
En 1707 se suele datar también la composición del otro plato bien
esperado de la noche, el Dixit Dominus HWV 232 del Caro Sajón. Obra de
juventud y quizá por ello de intenso y hasta colérico dramatismo escrita
para dos sopranos, alto, tenor y bajo, coro, cuerdas y bajo continuo, pone a
prueba a los intérpretes más solventes con agilidades y pirotecnias imposibles.
Gardiner sacó el jugo cromático hasta el último aliento al Monteverdi Choir,
con poderío en las fantásticas voces de tenor y bajo, bien proyectadas y de
buenos quilates, y en el canto sutilísimo de las sopranos, de voz más pequeña
pero delicadamente moduladas. La obra fue calentándose, oscilando entre lo
cristalino y lo tumultuoso, hasta llegar al Gloria final, exuberante de
colorido y bravura.
En mitad, una gema inusitada, el Stabat Mater de
Scarlatti, pieza tal vez nacida en España también hacia 1707-1708, que supuso la
auténtica sorpresa de la noche. Gardiner y los suyos, con una disposición del
coro en semicírculo que potenciaba el caudal y contraste de voces y arropaba al
extraordinario bajo continuo, hicieron alarde de una riqueza sublime de
texturas. A mi juicio, lo más brillante dentro de un concierto que alcanzó las
más altas cotas de luminosidad que, no por esperadas, dejaron de rendirnos. Asombroso
comienzo del FIS. Belleza sin paliativos.