EL PRECIO DE LA CAVERNA

Sobre Misántropo, de Miguel del Arco, en el Palacio de Festivales de Santander.

La verdad es un «tema delicado». Y la conciencia del hombre «cada vez más resistente». Lo dijo Molière hace tres siglos y nosotros ahora lo padecemos cada día. Misántropo (sin El), adaptación realizada por Miguel del Arco a partir del clásico de Poquelin, supone una particular aproximación a nuestro tiempo que torna la grave comedia original en caricatura trágica, en esperpento cruel. El Alcestes ejemplar tan bobo como idealista que trazó Molière entonces, deviene hoy amargado hombre de éxito que alcanza a atisbar la inmundicia de su especie, y se rebela, y en esa rebelión alcanza la grandeza sin dejar de ser risible. Duro asunto. 
Una discoteca atestada de decibelios, de mujerzuelas manipuladoras y de politiquillos y jueces ricos y poderosos, actúa como corrupta caverna platónica que arroja los más deleznables reflejos cada vez que su puerta se entreabre e inunda la solemnidad grotesca del fétido callejón trasero donde todo acontece. En ese desolado escenario —estupendamente concebido e iluminado, por cierto— todos los personajes van descarnando su burda miseria, su ambición rastrera, su perverso uso de una verdad prostituida. Las palabras vuelan como dardos que se clavan en lo hondo y hacen daño. Las situaciones más cómicas son en realidad terribles, repugnantes. 
Miguel del Arco entreteje con sabiduría sus ágiles textos con pasajes extraídos de El misántropo sin que se aprecien las costuras; sabe intercalar lo audiovisual con lo teatral y explotar todas las posibilidades de una burlesca coreografía, en un concepto que no extrañará a quien haya visto la aclamada Veraneantes. Los actores, dirigidos y sincronizados a la perfección, sacan jugo a un texto sumamente enjundioso. Es forzoso mencionar el extraordinario Alcestes de Israel Elejalde, que en su progreso desde una racional indignación hacia una violenta y digna humillación nos arrastra a la vergüenza cuando salimos del teatro.