LA PASIÓN DE LO IMPOSIBLE

El musical Los miserables en el Palacio de Festivales de Santander. 

¿Qué esperamos encontrar al asistir a un espectáculo que toma Los miserables de Victor Hugo como referencia? Quizá esta sea la pregunta inmediata que surge al intentar evaluar el musical del mismo nombre que lleva años de gira por diversos países y millones de espectadores a la espalda. Debe advertirse, más aún tras los previos montajes conocidos e incluso tras la traducción cinematográfica de Tom Hooper, que de la clásica novela del monstruo francés solo queda en el musical un mero esquema de la línea argumental. Es evidente que un espectáculo de tres horas no puede sintetizar la pretensión enciclopédica y cuasidivina —por lo omnisciente y omnipresente— de su autor, pero incluso el tema esencial, señalado por Lamartine en su atinado ensayo sobre la novela de Hugo (esa «pasión de lo imposible»), queda un tanto diluido en un producto puesto al servicio de una ingenua trama de ribetes épicos. 
Dicho esto, hay que apuntar que el musical funciona bastante bien en su ritmo y personajes. Estamos ante un argumento que se ramifica en historias trágicas sin renunciar a lo cómico, en una sucesión dinámica que alterna los números musicales con los recitativos. Estamos, además, ante un asunto que acoge lo íntimo y lo coral. La sucesión de ambientes se resuelve con fondos inspirados en los dibujos realizados en su día por el propio novelista (calles parisinas, paisajes, las cloacas, una suerte de abstracta bola-ojo...), en combinación con decorados no especialmente bellos ni ingeniosos pero sí variados, estratégicamente iluminados y muy efectivos, de transiciones rápidas y bien previstas. No obstante, la grandeza del asunto, unida a la presencia de múltiples personas y elementos en muchas de las escenas, hace que se perciba saturación en el escenario de la Sala Argenta. Dos escenas especialmente bien resueltas y que deben citarse por su originalidad e impacto visual son las del tránsito de Valjean por las cloacas y la del suicidio de Javert. 
En lo actoral, Ignasi Vidal como Javert fue sin duda el más brillante de la noche. Al hecho de que el papel le es ya conocido desde el montaje de 2010, unió su excelente presencia escénica y su caudal de voz. Suyos son también dos de los mejores números del musical —«Estrellas» y «El suicidio»—, que además ilustran la mutación psicológica del único personaje que evoluciona, pues los demás representan clichés fijos (buenos/malos). Nicolás Martinelli como Valjean osciló entre la rudeza y el amaneramiento —qué inapropiado cantando en falsete «Sálvalo»—, aunque mantuvo un nivel digno en su difícil y prolongado papel. Armando Pita como Thénardier supo imprimir la necesaria vis cómica y siniestra por igual a su inmoral personaje. Muy correcto en voz y apostura estuvo Carlos Solano (el rebelde estudiante Enjorlas) y también Guido Batzaretti como Marius, aunque este exhibió blandas maneras. Entre las mujeres, inexplicablemente, decayó el nivel vocal. Elena Medina presentó una Fantine de poca relevancia y con graves carencias canoras, evidentes en otro de los números fuertes: «Soñé una vida». La Cosette de Talía del Val resultó afectada y sin sustancia, incapaz de suscitar empatía. Las mujeres importantes de la noche fueron Lydia Fairén como Eponine, que hizo gala de una voz matizada y con personalidad y de una firme actuación, y la potente Eva Diago como Mme. Thénardier, que lo dio todo en su papel de facinerosa mesonera. Para ser justos, hay que subrayar el excelente hacer de las actrices del número de los muelles —«Chicas guapas»—, que sacaron adelante con brío y brillantez una escena dura y conmovedora. Magnífico fue el vestuario en todos los casos, como excelente complemento dramático. 
El funcionamiento del montaje reside en la recurrencia de temas musicales —muy bien tratados por la orquesta, por cierto, bajo la dirección de Díez Boscovich— que promueven la evocación: la misma melodía en diversas escenas con letras distintas y en boca de diferentes personajes de la obra. Este logro flaquea un tanto en lo textual: hay que poner reparos a ciertos pasajes de la traducción española, que en ocasiones causa sonrojo por lo burdo de las rimas. 
Aun con su propósito de cautivar y entretener, Los miserables, en su agridulce atalaya, nos recuerda que la guerra y la pobreza acechan hoy porque la Historia es solo un círculo, y la pasión de lo imposible su motor.