LA MUERTE RECURRENTE DE LA CIVILIZACIÓN

Los ríos Tigris y Éufrates se están secando. Por lo que parece, en los últimos diez años se ha detectado un descenso en sus aguas en cantidad similar a la albergada en el Mar Muerto; algo que, así enunciado, parece una broma macabra, una redundancia de mal gusto. Los ríos que recorren Irak, Irán, Siria y Turquía se están secando lentamente como una gran boca que a fuerza de gritar por tanta barbarie acumulada se estuviera quedando sin saliva. Los ríos en cuyos fértiles deltas se alumbraron, hará más o menos unos cinco mil quinientos años, las primeras ciudades conocidas, el mágico prodigio de la escritura, la fractal fantasía del cálculo, el reloj de arena sexagesimal, el cobijo del Derecho, la astucia del comercio y la moneda, esos mismos ríos, se están muriendo. O mejor dicho: los está matando la inhumanidad que en un tiempo los explotó y rentabilizó hasta desaparecer en su propia exuberancia.
Mesopotamia, la civilización primigenia acogida «entre dos ríos», según reza precisamente su etimología, fue víctima desde el inicio de las inclemencias y las guerras. No parece que en cinco milenios la situación haya cambiado mucho. Hay territorios condenados a la destrucción a pesar de su riqueza, como si hubieran de pagar con el horror la concesión arbitraria de la cultura y la belleza. En aquellos tiempos iniciáticos el Tigris y el Éufrates se desbordaban con frecuencia, anegaban las ciudades, que debían por ello reconstruirse casi sin cesar, y las guerras provocaban la sucesión de imperios admirables: sumerios, acadios, babilonios, asirios. En este tiempo nuestro las guerras perviven pero los ríos se secan, debido a la extracción subrepticia y subterránea de las aguas, y las ciudades no se reconstruyen. Los gobernantes de turno son ahorcados o sodomizados y fotografiados o filmados en tales situaciones aberrantes, como en los siglos ínclitos de la ferocidad; ya los sumerios interpretaban que las inundaciones y los ataques enemigos eran castigos divinos causados por la impiedad de sus monarcas. La Historia —lo dijo Tucídides en su griego ejemplar— se repite hasta la indigesta saciedad. La única diferencia entre el Próximo Oriente de entonces y el de ahora, aparte del caudal huyente de las aguas, parece ser que los mesopotámicos antiguos no usaban el YouTube para retransmitir la atrocidad al orbe. Antes bien, la eliminación del gobernante que atraía la maldición sobre su pueblo y el lamento por la destrucción de la ciudad se convertía en género literario. La ciudad se restablecía cuando una nueva dinastía se congraciaba con los cielos; el poema elegiaco adquiría así una curiosa intencionalidad política, legitimando al nuevo soberano. El Poema del Gilgamesh, tesoro atávico de la literatura, la grafía y el miedo, narrador primero de la leyenda del Arca que flota en el perverso aguacero del Diluvio, desconfía ya en sus versos de la acción del Hombre y de su permanencia física, moral y espiritual: «Salvaje es la muerte, segadora de la humanidad. / ¿Por cuánto tiempo construimos casas? / ¿Por cuánto tiempo nos comprometemos?».
Me recuerdo paseando la palma de mi mano por las hojas satinadas del grandioso compendio de arte mesopotámico de Henri Frankfort en mis años de estudiante. Muchas de aquellas piezas admirables están hoy desaparecidas. Tras el expolio de los Museos de Bagdad y Mosul realizado en nombre de las libertades a manos de otro imperio —In God we trust—, seguramente dormitan en colecciones de particulares sin escrúpulos: informáticos horteras o brokers indecentes exhibirán tablillas de escritura cuneiforme como exótica decoración en sus jacuzzi. Corren malos tiempos para la poesía, para el arte... para la civilización, que muere y renace y muere de forma recurrente. A la vista de los fulgurantes fenómenos contemporáneos, no cabe estar muy seguros de que el ciclo se renueve de modo completo y constante, es decir, que siempre exista un renacer. Pascal Quignard en su Albucius recuerda precisamente la muerte de Mesopotamia, solo la muerte, inseparable de la destructiva actividad del ser humano: «Es Ur en las arenas del Bajo Éufrates. Grandes tumbas de Ur-Nammu o de Shulgi de mil pequeños ladrillos apilados, crudos bajo el sol, crudos y amarillos. Camino de arcilla amarilla en nosotros. Camino que el talón de un hombre ha sepultado otra vez en la no-vida y en el barro».
En la espléndida exposición Antes del Diluvio. Mesopotamia 3500-2100 a. C., que puede y hasta debe aún visitarse en el Caixa-Forum de Madrid, se incide en ese universo misterioso y perfecto petrificado antes de su destrucción y en la desolación subsiguiente. La idea misma del fin entre los propios habitantes del periclitado mundo de Mesopotamia era más bien sórdida: los ajuares funerarios eran insignificantes y escasos, presagio de la precaria existencia que se auguraba al difunto tras su desaparición del mundo tangible. La excepción a esta regla en las tumbas de los grandes dignatarios, con tesoros de oro y plata, no indicaba magnificencia o mejores perspectivas para estos elegidos, sino la vana pretensión de sobornar a las poco propicias divinidades infernales en el más allá. Los soberanos de Mesopotamia acudían a la corrupción después de muertos, a diferencia de los mandatarios actuales, más prácticos, que lo hacen con sobres inter vivos.
Del vasto imperio entre los ríos no queda más que polvo y el recuerdo de lo sido, que es bastante peor que la nada. Caminamos bajo ese implacable sentimiento de la pérdida sin esperanza siquiera de un Diluvio redentor. No hay horizonte. No hay poesía de la resurrección. Solo el sabor acre de la civilización extinta. Aquella y esta.