PLÁCIDA MELANCOLÍA DEL FRANCOTIRADOR

Sobre Disparos al aire, de Fernando Llorente. Santander, La grúa de piedra, 2013. 

Acudir a las librerías hoy en día es una profesión de riesgo. Es demasiado el material acumulado en ellas, demasiados los peligros —es decir, los fiascos— que hay que sortear, tantos cantos de sirenas que devienen graznidos ante los que ni siquiera merece la pena gastar cuerda para atarse a ningún mástil. Se publica mucho hoy, se publica tanto —a pesar de las quejas de los autores, plañideros perpetuos, que protestan por las dificultades de lograrlo— que en ocasiones uno se plantea la posibilidad del odio al libro, de emprender una campaña de desincentivación de la lectura (una propuesta de Pascal Quignard de la que me manifiesto totalmente partidaria), de repartir pasquines contando las maldades de las páginas impresas, de hacer por San Juan, ya próximo, una hoguera bien enorme con tantos mal llamados libros, que envilecen la esencia de los que sí lo fueron y hasta de los que en estos tiempos absurdos lo son.
La culpa de tantos y tales abruptos lamentos la tienen los títulos que, bien alineados en los anaqueles o en los expositores, nos prometen habitualmente mucho más de lo que dan y, con frecuencia, se ocultan tras máscaras absolutamente indeseadas. Algo que se traduce en páginas de espuma (no confundirse con la editorial) y en autores de cartón. Se trata de libros que encierran ciera pretenciosidad las más de las ocasiones y de escritores que se parapetan tras imágenes cuidadosamente construidas en campañas de eso que se ha dado en llamar mercadotecnia, más conocida por el nombre escueto y vulgar de marketing. Asi que cuando llega a nuestras manos un librito que no peca de ninguna de estas desventuras, pues parece que se abre el mundo, que dan ganas de salir de la gruta de Timón y que una da gracias por tener ojos para leer y manos para acoger lo que en ellas con cuidado y primor se deposita. Pues cuidado y primor es lo que destila, sin duda, el último librito —e insisto en lo de librito, que para nada es peyorativo, y pronto explicaré por qué— de Fernando Llorente, Disparos al aire.
De Fernando Llorente podría decirse que es un escritor secreto, al modo en que lo definía Paul Valéry, si no fuese porque Fernando escapa —y esto lo sabemos cuantos lo conocemos— a cualquier posibilidad de definición. Fernando es un escritor pausado, sencillo en su ademán, alejado de cenáculos y grotescos festejos literarios, que practica la escritura como antídoto o quién sabe si tal vez aportación a la soledad natural del ser humano, ese bien no siempre suficientemente valorado que a mí me gusta llamar «solitariedad» cuando se ejerce a conciencia y con deleite; cual es el caso de Fernando.
A menudo retirado de la vida en las ciudades, aun con una faceta muy activa en otros frentes de los que no viene al caso hablar, la escritura de Fernando oscila entre la lectura y la reflexión que en un mismo fuego se consumen. Me gusta imaginarme a Fernando recogiendo pacientemente y sin premura las cenizas de esas llamas feraces y derramándolas sobre cuartillas de papel con su escritura impecable y sus ojos atentos que seleccionan y desbrozan y dejan posar lo así transcrito —¿qué son las palabras sino cenizas ávidas caídas del canto de la mente, como evidenció Aleixandre?—, del mismo modo que mira a través del cristal de su retiro habitual en las montañas de Cantabria dejando posar y fundirse en el alma el paisaje contemplado. De esa actitud contemplativa, naturalmente filosófica —y digo naturalmente porque una parte importante de la actividad intelectual de Llorente ha sido la Filosofía—, se deriva una posición de francotirador sereno, investido de calma, también de cierta ironía —nunca displicencia, en todo caso flema de socrática raigambre— y un cierto apacible desencanto, que le conduce a elevar disparos de meditación al aire. En el librito de Fernando Llorente se palpa el calor de la chimenea, la desnudez de la mirada caligráfica, el despojamiento expresivo que con firmeza conduce al aforismo.
Precisamente este formato —el de conjunto de aforismos— es el que me hace hablar con afecto del «librito» de Fernando: una obra escueta en páginas y a cambio densa en contenido, que precisa ir bebiéndose por sorbos pequeños, como dicen que Sócrates bebió su cicuta ante sus discípulos. Del libro de Fernando Llorente no se muere; no necesitamos encargar un gallo para Asclepio. Pero sí nos queda un estremecimiento de melancolía, que tiene que ver con la triste observación de la belleza, con el precio que ha de pagarse por el cincelado minucioso de la palabra —ya poética, ya meramente comunicativa—, con la dificultad de encontrarnos con nosotros mismos antes de convertirnos en ceniza, con nuestro nombre cadáver que nos abandona o al que abandonamos sin quererlo, con la pareja que se proclama nuestro centro cuando a veces el centro mismo nos aleja de nosotros, arrinconándonos en el extrarradio de nuestra propia vida.
Dice Fernando Llorente en su libro que «vivimos cuando ya se nos ha hecho la vista a la luz de lo oscuro». En ese fulgor, en efecto, avanzamos a tientas, y solo la ironía, un suave escepticismo, nos conducen por entre los meandros de la cueva. «La vida es una broma», prosigue diciendo Fernando, mientras en los labios nos dibuja una sonrisa que tiene un algo de nostalgia, de baile perdido en un salón antiguo. Sin tregua y desde su caverna, custodiado por Cioran —nada es casual—, Fernando Llorente va disparando en once estaciones o capítulos su poética, su percepción de las relaciones amicales y amorosas, su relación peculiar con la belleza, incluso su epitafio —«Caí en este hoyo sin querer. ¿Quién me empujó?»—, en una declaración de principios sin finales. Porque Fernando no cree en el polvo sino en el rescoldo: todo puede avivarse inesperadamente con disparos al aire, con pólvora de estrellas navegantes a través de noches en silencio. Sin enemigos, sin balas, sin conflicto. Solo ráfagas que caen sobre nosotros, en cualquier instante, en el surco cenital de la memoria, donde la existencia y el hombre se encuentran.