LA TRISTEZA DE LA CULTURA

(Gervasio Sánchez. Biblioteca bombardeada de Sarajevo)

Como la rosa del fantástico Silesius, la cultura es sin porqué. A pesar de los miles y miles de páginas que sobre su escurridizo concepto se han publicado, a pesar de todos los ismos que como anillos y collares suntuosos la han adornado y en ocasiones asfixiado, seguimos sin saber qué es en realidad ni cuándo o cómo se produce ese extraño fulgor que nos distingue del resto de seres vivos que nos rodean. Únicamente reconocemos a la cultura por sus hechos, que más allá de su alcance y de su permanencia —la cultura permanece cuando todo lo demás se olvida, como Plutarco apuntaba—, suelen ser más bien modestos y secretos. Durante siglos incesantes la cultura ha estado asociada a la oscuridad: la oscuridad en torno de la caricia de una precaria llama, la oscuridad del scriptorium solitario del copista más paciente, la oscuridad en que el silencio gusta de envolverse para atisbar la noche del alma, la oscuridad de la casa retirada, la oscuridad de los ojos sajados de Bach o de Xenaquis. La oscuridad ha sido un cálido refugio, nunca un obstáculo, para la cultura: la depresión, la persecución, el horror, han sido madres, aun con sus brazos aberrantes, para la cultura más conmovedora. El instinto de supervivencia natural de la cultura demostró que Adorno se equivocaba cuando negó a la poesía su razón de ser tras la barbarie de la Segunda Guerra Mundial. Ah, la barbarie. Claro que ya Walter Benjamin supo entrever que no existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie. La cultura ha sido tantas veces la aldaba silente y clamorosa al tiempo en el muro de la apisonadora política más recalcitrante, como los poemas de Mandelstam, que injuriaban los excesos del poder desde la absoluta impunidad de sus palabras no transcritas. 
Y sin embargo algo extraño está ocurriendo en nuestros días. Nuestra contemporaneidad, asaltada por la sombra y la pesadumbre más desoladoras, no alienta la esperable rebelión de la cultura sino su adormecimiento. En estos momentos en que nos está siendo arrebatado todo lo deleznable y material que con tanto ahínco y espurio interés nos inculcaron nuestros cuidadores políticos, nuestros lobos metidos a pastores, deberíamos volver nuestros ojos a la cultura, a la fuente de consuelo que nunca se agota. Debería dispararse la venta de libros y música, deberían proliferar las plumas afiladas como estiletes, deberían aflorar creadores brillantes y —siquiera tácitamente— enfurecidos, deberían producirse muchas y largas noches de cuchillos largos de la cultura más insolente e implacable. Pero no. Nuestros ojos están vacíos como las cuencas de las estatuas de la Antigüedad. Hemos regresado al origen de la nada, a la más pavorosa perversión de la etimología de la palabra máscara. Ni siquiera tenemos el silencio vengador de Hamlet. The rest is sadness: solo nos queda la tristeza. 
Empiezo a pensar que los ciudadanos españoles —sin doblete, por favor— padecemos los síntomas de la mujer maltratada. Y es que en principio se nos acercó un galán de pega, de profesión político o banquero o charlatán o tresenuno. Nos prometió el oro y el moro. Nos hizo creernos lo del Estado Social de Derecho. Nos dijo que la formación y la cultura eran fundamentales para salir más guapos en las fotos, y así nos mostró centros culturales y museos y festivales y universidades con salsa boloñesa donde pasar una plácida infancia, y nos instó a diseñar vacaciones democráticamente culturales tan falaces como las palabras con las que todo se vestía. Y nos casamos, claro. Tras la noche de bodas vino el estropicio. El galán se apresta a zurrarnos la badana, nos expulsa a patadas de su comedero. Nos insulta echándonos la culpa de los golpes recibidos. Y por supuesto empieza a privarnos de todo lo que pensábamos que era indiscutiblemente nuestro: se cierran los chiringuitos culturales como prueba de que las buenas intenciones no eran más que un malévolo espejismo, se aniquilan todas las iniciativas que con esfuerzo y en ocasiones absurdas inversiones se hicieron madurar, se congela la promoción del auténtico talento para adocenarnos con charanga y pandereta, los burócratas toman las riendas de lo que en ellos es claramente una dedicación contra natura, quedamos reducidos a meros esperpentos en un Callejón del Gato que ya ni siquiera sabemos dónde está, porque para eso se ha planificado estratégicamente el atontamiento masivo de la población en ese cruce aterrador de las abscisas y ordenadas de la infraescuela y la telebasura. Una por una van cayendo todas las plazas que nos alejaban, en igualdad de condiciones con algunos países respetables, de la grisalla de la mediocridad: Mérida, Almagro, Cuenca, Barcelona, Madrid... Únicamente sobrevive la «cultura» del espectáculo barato y maloliente, la apelación subrepticia a la imaginación como ilusorio maná con que acallar la obscenidad en las intenciones y el oprobio en los resultados y, por supuesto, la indefensión de la cultura como presa de la ávida especulación de los de siempre. Todo esto nos hace vernos cada vez más feos. Y más tristes. La tristeza no nos deja reaccionar ni sublevarnos. El taedium vitae nos embarga. Ya no «cultivamos» nada. Estamos lobotomizados. Misión cumplida. 
El problema es que aquí no hay ley de género ni número que nos proteja, porque el mismo que hace la ley es el que nos despoja. En realidad, este asunto de la insidiosa torpeza de quienes nos manejan y nos hipnotizan con el anzuelo de la cultura no es nuevo. Por citar un caso paradigmático hasta lo grotesco, podemos traer aquí el célebre episodio vivido por Borges, cuando fue destituido de su empleo en la biblioteca Miguel Cané por el gobierno del salvador Perón, en 1946, y degradado, por su antiperonismo, a la condición de inspector municipal de aves y gallineros. Con independencia de la estulticia suprema de la acción, lo que quedó en evidencia fue que los argentinos de repente hubieron de aceptar que no eran los ciudadanos cultos, civilizados y democráticos que creían ser, sino que la riqueza intelectual que desde el poder se les atribuía radicaba en las aves de corral. Quizá por eso con los años acabaron en el corralito. Por estos pagos no andamos muy lejos de semejante hazaña. Mientras continuemos nuestra lánguida marcha como flâneurs desmotivados y expoliados, solo nos quedará la tarea de dedicarnos a inspeccionar pájaros de cuenta y escribir de cuando en cuando algunas letras tristes sobre la cultura y sobre todo lo demás.