EGON SCHIELE: LA CÁRCEL DEL ARTISTA

En breves días se cumplirá el centenario de la peculiar vivencia de uno de los genios más abruptos de la Europa de entresiglos, la sorprendida Europa que despuntaba entre cambios y revoluciones y catástrofes, la Europa que migraba con múltiples temores e incertidumbres del XIX al XX. En abril de 1912, Egon Schiele es conducido al calabozo del tribunal del distrito de Neulengbach, acusado de corromper a la juventud; acusación esta recurrente, de vago regusto socrático, que deja a la vista cuán rápido transcurren los siglos y cuán lentamente evoluciona no sé si la moral o el intelecto. 
Este curioso asunto se describe en un librito traducido al castellano hace ya algunos años por Jorge Segovia en la editorial Maldoror; asunto, por lo demás, que ha sido recuperado por Abel Vidal para el editor Olañeta en su colección «Centellas» hace pocos meses. Se trata de unos breves apuntes, a modo de diario de impresiones, sobre la estancia de Schiele en la cárcel, aparentemente transcritos por el crítico y amigo del artista, Arthur Roessler, a partir de las indicaciones de aquel. En realidad, nos encontramos ante unas notas sazonadas con varias acuarelas y dibujos alumbrados por Schiele durante su periodo de reclusión, y si bien de los dibujos no cabe duda alguna en lo que se refiere a su autoría, las notas más parecen una reconstrucción apócrifa que un legado real del artista austriaco. Sea como fuere, el dietario de marras se aproxima bastante en sus manifestaciones a la que debía de ser la percepción de Schiele en relación con las artes y con la consideración debida por la sociedad al artista. Schiele no solo no encarga desde su encierro llevar un gallo a Asclepio sino que lamenta profundamente el agravio infligido a su persona en tanto hombre superior, en tanto exponente máximo de la cultura austriaca —poseedor de «demasiado talento», en enigmática afirmación de su protector, amigo y ¿amante?, Gustav Klimt—, al tiempo que exalta su íntima condición artística y los sacrificios que, llegado el caso, está dispuesto a realizar por ella («Alguien interiormente más débil se habría vuelto loco de golpe, y yo también me volvería loco a la larga si tuviera que permanecer en este estado de embrutecimiento día tras día; por eso, arrancado con violencia de mi terreno creativo, me puse, para evitar volverme loco de verdad, a pintar con el dedo tembloroso humedecido con mi amarga saliva paisajes y cabezas en las paredes de la celda, sirviéndome de las manchas del enlucido. [...] Ahora, por fortuna, tengo de nuevo material para dibujar y con qué escribir; incluso me han devuelto el peligroso pequeño cortaplumas. Para obtenerlo he tenido que doblar el espinazo, me he rebajado, he presentado una petición, he rogado, mendigado, y habría gemido si solo hubiera sido posible a este precio. ¡Oh, Arte todopoderoso! ¡Lo que sería capaz de soportar por ti!»). 
La retención de Egon Schiele en prisión se prolongó durante veinticuatro días, que fueron los que tardó el juez en dar salida a la vista correspondiente. De esa aventura Schiele emergió prácticamente impune —se le impusieron tres días de condena, que ya había cumplido con creces durante su detención preventiva— y con un dibujo de menos, que había sido requisado por la Policía de su domicilio y que fue rasgado por su supuesta obscenidad durante el transcurso del juicio. El episodio que originó los hechos es turbio. Parece ser que Schiele, que por entonces vivía con su compañera Wally Neuzil, acogió en casa a una menor que había escapado de su entorno familiar. La niña acabó por ser encontrada y recogida por su padre, quien cursó una denuncia contra Schiele por esta razón y por tener el artista la costumbre de emplear a menores para sus posados de dibujos y pinturas y de mostrarles con naturalidad las impúdicas ilustraciones resultantes. La implicación real de Schiele con la niña se desconoce, aunque todo apunta a que más bien fue la Policía quien hiperbolizó el asunto por deseo de castigar a un hombre demasiado público cuya vida y gestos no le resultaban gratos —pues aparte de su producción incesante de pinturas eróticas que le garantizaban el sustento, molestaban sus manifestaciones personales un tanto extravagantes, su declarado coleccionismo de libidinoso arte oriental o sus costumbres un tanto disolutas. 
Dejando a un lado sus expresivas lamentaciones, no se sabe con certeza hasta qué punto afectó en realidad a Egon Schiele su paso por el calabozo de Neulengbach, teniendo en cuenta que no fueron muchos los días transcurridos en una celda tranquila, distante de un auténtico ambiente carcelario. Schiele tuvo incluso oportunidad de perfilar unos cuantos dibujos y, a su salida del encierro, no solo no modificó sus costumbres, sino que persistió en ellas. Por lo demás, 1912 fue un buen año para él desde el punto de vista expositivo: su paso por la prisión no le perjudicó lo más mínimo, antes bien, expuso en Viena, Múnich y Colonia, y posteriormente logró eludir el frente de la contienda mundial por su indiscutible prestigio. 
Lo cierto es que, con independencia de su vivencia efectiva, este tipo de experiencias, como la muerte prematura —también estamos ante el caso— siempre resultan positivas en la biografía de un artista. Esa suerte de morbo colectivo que nos lleva a arrastrar hasta el panóptico al hombre excéntrico, o simplemente alejado en su comportamiento de la masa, es la que también nos impulsa a colocar sus manifestaciones más oscuras en primera línea de interés. No es extraño, por ello, que si se llegara a realizar una película sobre Egon Schiele, el episodio de Neulengbach ocupara un lugar preferente. Y así ocurre, de hecho, en la mediocre cinta Excess —gráfico título— dirigida en 1981 por Herbert Vesely y protagonizada por una voluptosa Jane Birkin, en la que se subraya hasta el delirio la faceta erótica y una remota y amarillista pedofilia del pintor austriaco, arrumbando su auténtica entidad artística. Algo que tal vez hubiese satisfecho remotamente al Schiele más exhibicionista —el que se fotografiaba en las poses más absurdas, el que mostraba sin cesar sus dedos infinitos o el que conquisó a Edith Harms haciendo muecas de payaso desde su ventana— pero que nos deja a oscuras a la hora de acercarnos al creador, con seguridad tortuoso, tal vez insondable, quizás libre en la cárcel de su egocéntrico amor.