MELANCOLÍA Y CULTURA


Hace ya unos cuantos días veía la apocalíptica y controvertida última película de Lars von Trier, Melancolía, que ha llegado convenientemente arropada por la escandalera de las declaraciones efectuadas previamente por su director. Parece que capeamos una racha en la que el cine no puede evitar caer en las veleidades más prosaicas, quizá como campaña de promoción mucho más depravada aunque efectiva —y además gratuita— que los más o menos elegantes procedimientos de propaganda habituales.  
Como a estas alturas todos los lectores ya sabrán, la cosa va de un planeta —Melancolía, precisamente— que se estrella contra la Tierra ante la indiferencia de la práctica totalidad de sus habitantes, sumergidos en su despropósito y vesania cotidianos. Única y simbólica excepción a este estado narcotizado de los ingratos moradores terrícolas parecen ser dos mujeres, Justine (Kirsten Dunst) y Claire (deslumbrante Charlotte Gainsbourg), movidas por resortes bien distintos. Y es que tal vez podría afirmarse que en la cinta de Trier en realidad están presentes dos melancolías, o si se quiere, dos visiones paralelas del mismo fenómeno: por una parte encontramos la melancolía de la Antigüedad clásica, asociada a la «bilis negra», al peor de los cuatro humores del Hombre, ligada a la pereza, a la decadencia y en cierto modo a la locura, emparentada con Saturno —referente de los creadores, de peligrosísima influencia (qué bellamente escribieron sobre este parentesco Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl en su libro ya clásico, Saturno y la Melancolía)—; y por otra parte nos hallamos ante la melancolía intelectual, inteligente, la que rescata tal vez el Problema XXX (escolio I) de la tradición aristotélica, y que en lo iconográfico es heredera de aquella imagen inquietante de Durero en la que aparece con sólidas formas de mujer, rodeada de relojes, instrumentos de medición, tablas numéricas —la insensible ciencia— y la sombra y el tormento en la mirada —a modo de intuitivo genius que mira con escepticismo hacia el futuro—. Estas dos paralelas confluyen en un infinito muy próximo, que es la cercanísima materialización de un desastre que parecía anclado en lo imposible. Estas dos paralelas, también, tienen en común un punto: la lucidez. Una lucidez que puede aceptarse con serenidad como descanso sumiso tras la depresión y el suplicio (la imagen de la Justine/Ofelia pacíficamente ahogada de Millais que inspira la carátula de la película es significativa al respecto) o con la rabia atónita que produce lo incontrolablemente indeseado (en la elección de Claire); en todo caso, ambas llegan a intercambiarse como haz y envés de la misma moneda envenenada. 
Es evidente que la película de Trier llega en un momento propicio. Con independencia de que en ella el danés dé rienda suelta a sus propias depresiones e incertidumbres personales, no es menos cierto que todos tenemos motivos más que sobrados para estar tan depres o más que él —esto es, para ser melancólicamente lúcidos— e incluso para pensar que se va a acabar el mundo de aquí a muy poco tiempo, porque alguien nos va a soltar un pepinazo —lo mismo me da que sea otro planeta más o menos cabreado, o una insurrección de alguno de los múltiples sectores maltratados / vejados / avasallados / expoliados que tenemos por aquí cerca, a la vuelta de la esquina, en uno de esos países que nuestros alumnos de ESO y de lo otro no saben situar en el mapa—. 
Pensando en términos civilizados y elitistas, olvidándonos egoístamente de los seres humanos que a diario no piensan, porque sólo tienen tiempo y recursos (escasos) para sobrevivir, mientras por aquí teorizamos y tecnocratizamos a pasto, el panorama no pinta mucho mejor. Quizá estemos entrando en una nueva fase: la de la melancolía de la cultura. Si renunciamos a abrirnos las venas directamente tras echar un vistazo en derredor, únicamente nos queda un refugio espiritual, que es el de la cultura, aunque también se está ya viniendo abajo. Al fin, el avance capitalista, devastador e imparable, va acabar no sólo con nuestro cacareado estado del bienestar —que ya ha retrocedido, por cierto, unos cuantos enteros—, sino también con aquellos remanentes que nos dignificaban y nos hacían barruntar que la existencia del ser humano en la Tierra tenía otro sentido aparte del de medrar, hacer la guerra o destruir. Esos remanentes, como es obvio, eran custodiados por la cultura, que infortunadamente ha dado en gran ramera de la sinclase política. 
La bilis negra brota de nuevo a borbotones mientras vemos cómo se desmantela el progreso intelectual que tras un arduo camino se había logrado poner al alcance de la ciudadanía, cómo se abaratan y adelgazan las actividades culturales para ofrecer programaciones aptas solo para el consumo de masas acríticas, cómo se despojan la enseñanza, los festivales sólidos de música o teatro y en general los centros de donde emanaba la formación y el gozo de lo humano, cómo se degrada el verdadero concepto de cultura, cómo se nos vende la grasienta hamburguesa del espectáculo como sedante receta —panem et circenses— para los nuevos tiempos. 
En España conocemos bien la penosa tradición de la perseverancia en este sentimiento de la melancolía cultural. Fue el legado natural de Don Quijote. Una enfermedad del alma cuya sombra se prolonga hasta nuestros días, una afección que nunca se pensó que podría alcanzar tal dimensión. El siglo XX, tras la dolorosa cicatrización de sus heridas, trajo la esperanza de que podíamos ser hombres mejores. El XXI solo nos deja la constancia de la imposibilidad. La decadencia de la cultura es su síntoma más claro y silencioso. Esperemos el impacto inminente del planeta Melancolía.