AUNQUE EL MUNDO ESTÁ MAL HECHO


Se ha convertido en objeto de discusión y controversia, de encuentros y desencuentros entre los más diversos aficionados al cine, de conversación banal en el incómodo tránsito en el ascensor con el vecino que nos cae gordo a nuestro lado. ¿Te aburriste? ¿Te saliste de la sala? ¿Hiciste un ruido intolerable con la bolsa de patatas a propósito? El árbol de la vida constituye la prueba del algodón no ya del buen o no tan buen cinéfilo, sino del ser o no ser del mundo contemporáneo. Y es que mientras en la gran pantalla arrasa la sonrojante Con derecho a roce —lo que más o menos da una idea de lo enfermitos que estamos, intelectualmente hablando, aunque no solo—, no deja de ser un soberano atrevimiento plantear una película como El árbol de la vida en un clima de escepticismo y pasividad absolutos como el que vivimos en la actualidad. En este «tiempo presente acelerado», como ha definido bien Safranski, en que más que vivir chapoteamos, no hay lugar para la reflexión, para el misticismo, para la demora, para la belleza, para la búsqueda. Por no haber, no hay siquiera lugar para el dolor, por más que este opere en nuestro espacio sin tregua y a conciencia.
Y del dolor y sus límites, precisamente, habla esta hermosa película de Malick que, frente a la bobada que se le imputa de forma generalizada —el carecer de trama y consistir en una mera sucesión de imágenes inconexas—, tiene muy bien definida su línea argumental. Por ello no sorprende nada de lo que ocurre en ella, aunque nos atrape y hasta nos hipnotice, y por ello también todo encaja en un mecanismo casi perfecto —casi— de relojería. Es evidente que a quien le desconcierte la espléndida escena de los dinosaurios en la cinta es porque no conoce —carencia elemental— que el «árbol de la vida» ancla sus raíces en el Génesis bíblico, donde no hay estrictamente dinosaurios pero bien que podría haberlos. El árbol de la vida arraiga también, como es sabido, en el jardín edénico maldito, lo mismo en el maltrecho jardín —reveladora escena la del césped— de la familia O’Brien, expulsada del disfrute absoluto de la dicha, sacudida sin cesar por el dolor y sus contrastes, atormentada por no hallar un ideal heideggeriano, por no alcanzar la plenitud no tanto religiosa como espiritual y ética que con rabia se persigue. Un dios colérico y sin nombre, incomprensible y arbitrario como el mismo O’Brien padre, se encarga de dejar constancia de que, contra todo poema, el mundo está mal hecho. El dolor. El dolor inesperado en todo instante es la astilla que hace saltar la maquinaria, la mota sucia que mancilla la belleza. El dolor, escollo terrible en toda religión, capaz de hacer tambalearse el chiringuito divino —¿cómo creer en un dios que permite lo malo y lo injusto y hasta él mismo lo practica?—, ha sido transmutado por la aparatología teológica y sus astutos y rapaces portavoces en prueba con que medir el merecimiento de la suprema armonía —eso sí que es encaje de bolillos y lo demás son bromas—. Mientras ese dios ausente se entretiene en domingo y fiestas de guardar con los dados que Einstein o Hawkins mencionaran, hay guerras y corrupción, hambre, catástrofes, enfermedad, los niños mueren. Hay que ser Job —y con él se inicia la película— para no dar la espalda al soberano que permite que un niño enferme o muera, para no entrar en crisis de fe o de lo que sea como el párroco Paneloux en La peste de Camus.
Malick nos propone todo esto en momentos de descreimiento vital y, paradójicamente, con un final esperanzador o cuando menos abierto a la capacidad de memoria, íntima exploración y reconciliación con lo sufrido; un final que no convence porque es un modo artificial de plantear un happy end al más puro estilo hollywoodiense. En todo caso, en un manierista recorrido genésico, a veces excesivo pero siempre impregnado de sensual plasticidad, navegante entre la poesía de Tarkovski y la incertidumbre de Kieslowski a un tiempo, se nos ponen por momentos los pelos de punta por la emoción y el espanto. Lo hermoso y lo terrible que Rilke proclamaba unidos se funden en el conmovedor Lacrimosa de Preisner. La magnificencia de la vida es mostrada en su esplendoroso alumbramiento, también en cada minúscula milésima de vida cotidiana —qué sinestésico y evocador retrato de la infancia—, pero a cada paso se ve desbaratada por la inclemencia de la supuesta plenitud que con ingrata férula distribuye los bienes y los males en el universo: entonces, el calor familiar es un caos y una ficción, la juventud un perverso tesoro, el jardín de benéfica apariencia un mero lugar de paso. ¿Por qué no funciona el mecanismo en su plausible perfección?
El mundo está mal hecho. Ya lo sabemos. Leemos la prensa cada día.