YO, QUE TANTOS HOMBRES HE SIDO

Fue muchos hombres y a veces quiso ser el otro, pero es indudable que siempre supo ser él mismo. Tarea esta ciertamente complicada. Ser uno mismo es algo que no muy a menudo —en realidad, casi nunca— es perdonado por el resto. Canetti lo expuso con certero espanto en su Masa y poder: ese hecho aterrador de que uno solo, en una plaza, de repente, se convirtiera en un conjunto pegajoso de individuos invasivos e invasores. Hace no mucho tiempo alguien cercano me decía, absolutamente errado, que Borges se creía el genio que no era. Otro novelista —este, por cierto, de raigambre cántabra y por demás bien conocido— me admitió en una cena que, sencillamente, el argentino le resultaba detestable. Algunos de sus contemporáneos insistían en diferenciar al autor de la persona para poder tolerarlo (esto, se entiende, en un contexto político muy determinado: el mismo contexto que le negó durante décadas el Nobel en un acto de castigo relamido tan característico de la cínica Europa). ¿Qué opinaría de Borges, de su abrazo o de su amor, Matilde Urbach para llegar a rechazarlo, a él y a todos cuantos era?
Quizá Borges haya sido víctima de su propio mito; el mito que él no quiso construir, sino aquel en el que los demás quisieron o se empeñaron en sumirle con propósito no siempre saludable. A Borges le llenaban de lágrimas los ojos las sagas míticas eslavas, la épica de personajes legendarios cuyos nombres, sin ellos saberlo, significaban «el dios del trueno» o «el rumor que sucede al relámpago»; personajes, pues, que eran un mito semántico sin apenas intuirlo: la rosa es rosa por su mismo nombre, decía el Borges poeta, pero también sabemos por Shakespeare que nuestro nombre puede ser nuestro enemigo. El nombre de Borges parece evocar sentimientos contradictorios e incluso repulsivos en los otros, en quienes no admiten su singularidad, incluso su modestia. Alguno en este momento sonreirá: ¿Borges modesto? El argentino siempre admitió ser una copia de sí mismo, un escritor cuyas ideas —cuyos intereses o aficiones— eran monótonas y previsibles, un extraño fractal en infinita reproducción. «Sólo puedo ofrecer perplejidades clásicas», afirmó en una de sus más bellas conferencias, impartida sobre El enigma de la poesía. Nunca aspiró a crear escuelas ni tendencias y de hecho, para bien o para mal, puede afirmarse que es único y, por descontado, inconfundible, aunque haya dejado huellas claras en el cine o la literatura. Siempre se jactó más de leer que de escribir. Dio gracias a Dios por vivir bajo los libros y en la noche que le indujo la ceguera. ¿Borges modesto? Pues, al fin y al cabo, a su manera, tal vez sí. No hay que confundirlo con que fuera sagaz o extraordinariamente inteligente, que lo era. Pero es sabido que la sagacidad y la inteligencia suelen resultar molestas, sobre todo si se expresan en voz alta.
No es de extrañar que Borges prefiriera leer a escribir. Ambas cosas las demostró muy bien, pero Borges tenía cierto miedo al poder del lector sobre lo escrito. «El lector usurpa la tarea del escritor», decía no sin razón. De donde cabe deducir que se tuvo que sentir en cierto modo poderoso ante los libros que leía, desgranándolos, desmigándolos, desvistiéndolos pacientemente como sabía hacerlo. «El libro no es un objeto inmortal, sino una ocasión para la belleza». Esa platónica verdad de la belleza que se estremecía sin cesar en su cerebro. Es probable incluso que leer fuese para él una manera de conjurar el miedo ante la página virgen… o peor aún, ante la escrita. El pánico cerval al propio laberinto del que era dueño y señor, como en el mito el Minotauro. ¿Quién que escribe no tiene o ha tenido miedo? El escritor, si no es imbécil, es un cobarde en potencia y acto.
En su bonito libro sobre sus años de lector adolescente para Borges, narra Alberto Manguel que el argentino apenas tenía libros en su casa. Quien tradujo y publicó a Wilde con nueve años, quien devoraba la Enciclopedia Británica y fue feliz en el tomo DR porque pudo leer sobre Druso, sobre los Druidas y sobre Dryden, no atesoraba volúmenes innúmeros en su también modesta biblioteca, sino memoria de los anaqueles de su padre poblados de libros, cuya situación exacta podía señalar. En sus escasos títulos guardaba Borges sus poemas cuidadosamente doblados, a veces también billetes; pero no por esconderlos sino por tener la certeza de que entre las páginas de cualquier tomo hallaría, caso de necesitarlo, palabras propias o moneda, como en efecto a menudo sucedía.
Tal vez los lectores recuerden aquel volumen de conversaciones entre Borges y Sabato coordinadas por el periodista Orlando Barone y publicado en Emecé. En portada aparecían los dos escritores frente a frente enfocados desde arriba, separados por una mesa, sobre un suelo blanco y negro, ajedrezado. La idea del ajedrez como juego decisivo, tan presente en Borges (qué hubiera sido de Antonius Blok sin él), parece una premonición en este apasionado libro de encuentros y desencuentros, fechado en 1976. El diálogo sobre el tablero de los jugadores (los «prisioneros», diría con precisión Omar Jayyam) es la promesa de un combate perdido de antemano. Quizá por eso el ajedrez se le parecía tanto a Borges a la poesía y al sueño, que a su vez se le antojaban enigmas primigenios: «Ajedrez misterioso la poesía, cuyo tablero y cuyas piezas cambian como en un sueño y sobre el cual me inclinaré después de haber muerto». La vida y la muerte, la realidad y el sueño, cierran su círculo perfecto.
La Pálida Dama Poética jugó con Borges la última partida en Ginebra, en el verano de 1986. «¿Lo creerás, Ariadna? El Minotauro apenas se defendió».