VIAJANDO DE LA RAZÓN AL MITO


Estamos acostumbrados a leer, incluso en la más rigurosa y hasta apasionada literatura desplegada sobre la cuestión, una serie de tópicos en torno al mundo clásico que han venido repitiéndose hasta configurar una percepción de la Antigüedad –de todo lo relacionado con lo grecolatino– un tanto acartonada, al menos desde una perspectiva contemporánea. Hay una frase de manual que sintetiza este pensamiento y que suele repetirse sin decoro: la plenitud del pensamiento clásico encarna el tránsito del mito a la razón. El hombre más remoto que imaginar podamos tenía miedo y acabó por conjurar el miedo a lo desconocido sacándose de la manga –o de donde fuera por entonces– el lógos o razón para sosegarse y descansar en paz. Craso error: qué listo fue Dodds al evidenciar, precisamente, la irracionalidad de Grecia. Y es que… si el hombre de entonces tenía miedo, qué cabría decir del actual; si el antiguo desconocía la causa del rayo que fulmina, el de hoy desconoce la causa de la incertidumbre (no diremos crisis) que sin motivo le hunde y sin remedio. El miedo sigue y seguirá constituyendo uno de los motores impulsores del ser humano mientras este conserve un ápice de su esencia. Y, por decirlo de una manera gráfica, es innegable que el mito es uno de los cajones del gran y oscuro armario del miedo.
En los últimos seis meses, el Aula de Letras de la Universidad de Cantabria ha querido ahondar en esa idea. En esa y en otras muchas. En realidad, de lo que se trataba era de sacudir el polvo a nuestras apolilladas memorias de los clásicos y traerlos hasta hoy, para comprobar que en realidad sus autores, sus obras, encarnan legados de carne y hueso con los que a cada instante tropezamos. Y en ese propósito, que no podía quedar en algo meramente académico, sino en algo que fuese capaz de rozar las aceras de las calles –incluso las barras de los bares– nació la iniciativa de promover un Taller –un Taller abierto– que diese cabida a todas estas inquietudes. Ese Taller se hizo y se desarrolló durante medio año y se realizó con espíritu universitario en un ámbito extrauniversitario (la Bodega del Riojano) y se llamó “El Rescate de Orfeo”.
¿Por qué “El Rescate de Orfeo”? Uno de los actos más íntimos, más inmediatos del ser humano, es el de mirar atrás. Ese acto evidencia curiosidad por el pasado, pero también temor hacia el futuro. A la espalda se escribe lo que fuimos y lo que hemos de ser por causa de lo que fuimos. Una cadena irremisiblemente circular. En el mito de Orfeo, como es sabido, el poeta desciende a los infiernos en busca de su amada Eurídice. El acto de mirar hacia atrás hace a Orfeo fracasar en su prístino empeño pero, sin embargo, cuando el “poeta” (esto es, etimológicamente, “el hacedor”) regresa a la tierra, las sombras han quedado atrás y delante se le muestra una luz nueva. Peligrosa, pero nueva. “La luz nacerá de las tinieblas”, se dice en un versículo del libro de Isaías.
En “El Rescate de Orfeo” los diferentes ponentes han subrayado varias de estas paradojas, también algunas otras. Todos ellos han resultado ser invitados de excepción, y no ya por su cualificación académica y literaria extraordinarias, sino porque han sabido hurgar en lo que creo que es esa “herida abierta de lo clásico en el Hombre de la contemporaneidad” (entrecomillo aunque me cite).
El profesor José Luis Ramírez Sádaba nos demostró que la historiografía latina fue un sofisticadísimo avance de los medios de comunicación actuales. Si en los tiempos de Calígula no había radio ni televisión ni periódicos, había en cambio escritores adictos a transmitir información de la más rabiosa actualidad, libelos, encomios, adulación e infamias. Nada que envidiar a nuestros glamurosos ‘mass media’, bien al contrario. Debería reconocerse con más claridad tal deuda.
José Luis Vidal, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, descabalgó al héroe virgiliano Eneas de su montura dorada por los siglos, y nos demostró que los héroes también lloran y temen y flaquean, del mismo modo que el hombre de hoy, por ambicioso o destacado que sea, se siente a menudo frío y solo.
La firmante de este artículo –y ya es la segunda vez que me meto en mi texto– se dedicó a rescatar la memoria de los muertos antiguos. Pero no en un mero acto de curiosidad malsana o de búsqueda anecdótica; la conclusión, al fin, resultó ser que el hombre que moría hace dos mil años amaba, temía, odiaba y aguardaba lo mismo que el del siglo XXI: no desaparecer del todo, siquiera en un puñado de palabras.
Emilio Pascual, filólogo, novelista y exdirector de Cátedra, ilustró con escenificación teatral incluida aquello de “mentula prehensum duc”, que era por donde las mujeres cogían a los hombres en los tiempos de Lisístrata y por donde siguen haciéndolo hoy por hoy. La comedia de Aristófanes, después de 25 siglos, sigue tan fresca y procaz como una flor recién cortada.
Javier Almuzara, poeta y profesor, incidió específicamente en las huellas de los escritores clásicos en la poesía contemporánea. Tantos poetas vivos y aún jóvenes deben sus versos a los clásicos que, bien lejos de la razón, cincelaban en hexámetros para nosotroa un legado cultural, una civilización tan potente como inexplicable.
Y, al fin, el poeta, helenista y traductor Luis Alberto de Cuenca, en una suerte de bucle, ofició de auténtico Orfeo, emergiendo de la “Edad Oscura” de los tiempos de Homero para señalar con dedo claro la luz que, paradójicamente, arrojó el aedo ciego sobre la contemporaneidad. Homero anunció el esplendor, la decadencia y la necesidad de una vía nueva al mostrar la crudeza real de una mentira llamada Ítaca. Una vía que consistió, precisamente, en emprender el tortuoso viaje inverso que lleva de la razón al mito. Una vía que tal vez, en estos tiempos equívocos en que la razón produce confusión, no resulte extemporáneo acometer. Iniciemos el camino y metamos una Iliada y una Odisea de refuerzo en la mochila: los clásicos no pesan, pero guían.