CIORAN: EXCESO, HEREJÍA Y ERROR

Francia siempre ha sido tierra hospitalaria para rumanos atormentados. A cambio de su desdicha, de su rabia, de sus ideas –a veces consumaciones– suicidas, les otorga una lengua o un hogar que siempre es como una traducción, como un subtítulo que difundiera sarcasmos que de otro modo serían ilegibles. Celan eligió el legendario Puente Mirabeau para acabar sus días subsumido por las aguas en el mes de abril de 1970; Eugène Ionesco trajo a la ciudad de la sofisticación el esplendor de la ironía, y Mircea Eliade habló de lo sagrado en un mundo a la fuerza descreído; ¿y Cioran?
Emile Cioran nació precisamente tal día como hoy, un 8 de abril de hace cien años, en 1911, en una pequeña aldea rumana, desde donde se trasladó a un perdido paraje de Transilvania y empezó ya a meditar sobre la idea del suicidio como opción entre las muchas posibles y hasta deseables del ser humano. Con poco más de veinte años se trasladó a Paris, supuestamente becado para estudiar en la Sornota; cambió de "madre nutricia" y optó por las enseñanzas propias de la vida errabunda y de los lugares extremos: las bibliotecas y los burdeles. En tales andanzas también se hizo amigo de Beckett, uno de los mayores genios de la literatura de todos los tiempos, otro desterrado de sí mismo que eligió París para perderse por dentro; porque perderse por dentro es la única opción cuando lo que hay fuera es incomprensible. Además de los prostíbulos y las bibliotecas, Cioran frecuenta las calles por el mero placer de pasear por ellas; también por la soledad que las preside por las noches. Muchas veces lo hace con Beckett, ambos en absoluto mutismo, sin pronunciar palabra. Es evidente que eran sabios. Sólo la soledad y el silencio alejan de lo articulado, de lo mecánico, de las esclavitudes del hombre moderno y eficiente que se convierte en máquina estúpida, en máquina sujeta a la norma, en máquina que no piensa. Todo ello lo vierte Cioran en su Breviario de la podredumbre y En las cimas de la desesperación, y nunca dejará de estar presente en sus desoladores pero reales y cortantes aforismos de Silogismos de la amargura. Así que Cioran fustigó al sistema, a lo convencional, a lo burocrático… a todo lo que despoja al hombre de su entidad, de su humanidad; todo lo que condena la creatividad humana, todo lo que persigue el adocenamiento y el adoctrinamiento, todo lo que, en suma, conduce a la consecución y materialización de la idea de masa: algo que Canetti denunció magistralmente y contra lo que Sloterdijk lleva previniendo sin cesar en sus últimos escritos (ya se ve que las ideologías en esto pintan poco). Al respecto escribía Cioran: “Me pregunto muchas veces porqué soy así, porque tengo que ser tan consciente de que la vida es una mierda, que tal como la vivimos, tal como la sociedad nos impone una rutina, unas obligaciones, unas normas, unas prohibiciones,... es difícil vivir, es un sinsentido, esto no es vida, y a veces pienso que para vivir así, mejor no vivir”. No es extraño, entonces, que Don Quijote, nuestro Don Quijote (que en estos tiempos a muchos ignorantes se les antoja una reliquia del pasado) constituyera un ideal para Cioran, que lo veía como la representación de la juventud de una civilización en tanto inventor ideal de acontecimientos, mientras que nosotros no sabemos ni siquiera cómo escapar a los que nos acosan. Difíciles molinos, estos nuestros. Escribir sobre Cioran hoy, a cien años de su nacimiento, es mucho más que una mera efeméride. De la misma manera que el rumano espantaba a las gaviotas a pedradas por sus chillidos repugnantes y estridentes, deberíamos hoy espantar a pedradas a todos los burócratas, a todos los políticos, a todos los banqueros, a todos los estafadores, a todos los seres que con sus graznidos hacen la existencia humana difícilmente adjetivable como tal. ¿Cómo es posible, cómo es tolerable que hayamos llegado a los niveles de indignidad en que nos encontramos hoy? ¿Cómo es posible que no se produzca una lapidación o, siquiera en su defecto, un suicidio colectivo? Hay quien tacha a Cioran de farsante, de soberbio, de lanzador al aire de ideas como fuegos de artificio. Hay quien piensa tal vez, incluso sin malas intenciones, que denunciar la depravación del Hombre y de este mundo es tarea inútil, una tarea que persigue la atención sobre uno mismo, que el foco de la fama le alumbre y encumbre. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Al rumano la fama le llegó muy tarde; rechazó premios. Cioran, por lo demás, era un vagabundo y un romántico. En sus aforismos terribles late la música de la ruina, la melodía extraña y fascinante de la devastación. Cioran vivió siempre ávido de exceso y herejía, únicos antídotos contra un error fundamental del Hombre: el de existir. Porque para Cioran la vida es un error. “La vida sólo es posible si hay olvido”, decía. Hoy leemos los periódicos, escuchamos la radio. Oímos desde nuestra comodidad occidental hablar de guerras en países lejanos, mutilaciones de mujeres, tráfico de armas, trata de niños, especulación con vidas inocentes, multiplicación indecente de capitales vergonzosos, destrucción indiferente del planeta en que habitamos. Desayunamos todos los días con la muerte, recuerdo que escribía Ingeborg Bachmann. No. No va a ser tan incierto que la vida humana sea un error. Tal vez ni el olvido que Cioran predicaba nos redima de vivir.