JUECES EN EL CALLEJÓN DEL GATO

En este año se cumple el doscientos aniversario de la muerte de Heinrich Von Kleist, autor casi secreto y no obstante fundamental en la historia de la literatura. No suele el alemán llevarse con demasiada frecuencia a las tablas, esencialmente porque es difícil transmitir su esencia, solemne aunque no desprovista de ironía, en un lenguaje acorde con las estéticas de la contemporaneidad. Mas he aquí que en este fin de semana ha tenido lugar en el escenario de la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria un curioso experimento con Von Kleist como centro de la cosa, si bien en este caso se ha empleado su obra y su mensaje como bisagra para articular otro tipo de propuesta, de la mano del dramaturgo madrileño Ernesto Caballero. El cántaro roto de Heinrich Von Kleist es una comedia en la que el romántico hace escarnio con elegante y distanciada sorna del sistema judicial decimonónico a partir del planteamiento de un asunto chusco, unos personajes estrambóticos, unos usos ridículos y un juez tan incapaz como corrupto. El autor padeció toda su vida –por otra parte breve, por propia voluntad– los despropósitos de ese sistema social que se negó a acogerle con una mínima dignidad intelectual. Nihil novum sub sole: ya sabemos que hoy seguimos en las mismas. Ernesto Caballero rescata la esencia crítica y caricaturesca de la obrita del alemán y la trae hasta nuestros días en un contexto harto singular: un grupo de magistrados españoles decide cerrar los actos de apertura del año judicial con una representación teatral ad hoc que incluye su personal visión de la comedia de Kleist aderezada con algunos números musicales propios. La representación de El cántaro roto por parte de los jueces transcurre de manera harto accidentada, pues los togados e improvisados actores (a más de uno se le podría poner nombre y apellidos) albergan entre sí rencillas conceptuales e ideológicas que saltan a la menor ocasión. El resultado de esta singular amalgama de elementos clásicos y modernos (estrenada, por cierto, en el Festival de Almagro del pasado año) es una extraña tortilla que nos deja en los labios el sabor del desconcierto, tanto por la mezcla de elementos en sí, que crea cierta estupefacción ante la ausencia de un género definido, como por la extravagante senda recorrida para llegar a la conclusión del espectáculo. Conclusión no otra que aquella de “nuestra justicia es un cachondeo”, como por otra parte reza expresamente en el programa de mano. Pero no estoy muy segura de que eso sea suficiente para la puesta en pie de una obra de teatro. No porque la cuestión no lo merezca, pues su pertinencia es obvia, sino porque se articula a base de unos chascarrillos de humor tendente a grueso o fácil, que suscitan la sonrisa e incluso la adhesión, pero no la huella artística. En suma, que La fiesta de los jueces funciona más como simpático desahogo ante una situación de rabiosa actualidad que como pieza de teatro merecedora de tal nombre. Por lo que respecta a su traducción escénica, Ernesto Caballero juega con acierto con un espejo deformante como fondo apropiado para una función que da paso al esperpento; en el suelo, miles de legajos destruidos apresuradamente. Hay un atinado uso de las luces por Juan Gómez Cornejo y muy buen vestuario de Fernando Arzuaga. Santiago Ramos se pone con su entusiasmo habitual, a veces histriónico aunque no exento de pasajes graciosos, al frente de un elenco de actores que intentan no irle a la zaga; debe destacarse el hacer de Juan Carlos Talavera, Jorge Mayor y Jorge Martín. Al final de la función, los magistrados acaban a la greña y el decorado se desploma. Tras él, al fondo, una criada limpia los restos de la fiesta y encuentra por los suelos una simbólica balanza que arroja a la basura. Ernesto Caballero ha apostado por la baza ganadora del cabreo generalizado del respetable hacia la arbitrariedad de la justicia, los apestosos tejemanejes del Estatut, los ininteligibles formalismos procesales, la lentitud de las causas, la manipulación de la Constitución, las cuchilladas personales, la politización del CGPJ y un interminable etcétera. Todo el mundo aplaude en una suerte de catarsis judicial de la que se emerge satisfecho y sonriente. El telón baja. No estoy segura de haber salido del Callejón del Gato.