CONFUSIÓN DE GÉNEROS

No, no es fácil adaptar una novela, lo mismo da si al cine o al teatro. La experiencia nos dicta después de mil intentos frustrados que la fórmula falla a menudo; tan a menudo que, en realidad, falla casi siempre, hasta el punto de que somos capaces de enumerar las ocasiones en que no ha sido así. Y a pesar de ello, se sigue insistiendo en las adaptaciones de ficciones literarias en lugar de acudir a creaciones expresamente alumbradas para el género de que se trate. El tirón comercial, la popularidad, en ocasiones incluso las buenas intenciones, se superponen a un criterio estricto que no debería quebrantarse tan a la ligera.
En esta ocasión, hay que decir que el error se ha vuelto a producir. Y es probable que deba circunscribirse en la categoría de error atribuible a las buenas intenciones. Quién no recuerda La sonrisa etrusca, aquella novela con que José Luis Sampedro emergió desde un circuito restringido de lectores, con obras valiosas pero poco populares como Octubre, octubre. Aquella historia del duro partisano que, devorado por la memoria y por el cáncer, encuentra la ternura en sus últimos días gracias al conocimiento de su pequeño nieto y a una comprensión efímera del auténtico carácter del hecho amoroso, suponía una suerte de potencial justicia literaria que por fuerza había de atraer a un amplio espectro de lectores. Porque Sampedro, además, manejaba bien en su novela la socarronería y esa afortunada fórmula de lo agridulce que, bien condimentada, produce resultados agradables. Bien está.
El caso es que Juan Pablo Heras se ha metido a realizar la adaptación teatral de la obra de Sampedro y que José Carlos Plaza desde la dirección ha realizado la correspondiente propuesta de montaje; al estreno de todo ello hemos asistido este fin de semana en el Palacio de Festivales de Cantabria, y el resultado ha generado impresiones contrapuestas. Cabe decir que dos son los principales puntos de apoyo del montaje de Plaza: por un lado, la presencia de Héctor Alterio como personaje aparentemente esencial (Bruno); por otro, la megafonía y las proyecciones como verdaderos y tal vez indeseados protagonistas de la escena. Recurrir a Alterio es una apuesta a caballo ganador; una apuesta, seguramente, demasiado confiada, por cuanto ha lastrado al resto del elenco, muy descuidado en alguno de sus miembros (en particular, Renato y Andrea –Nacho Castro y Olga Rodríguez– dejan bastante que desear, y la propia Julieta Serrano como Hortensia se muestra muelle y sin carácter). Por añadidura, nos hemos encontrado ante una propuesta de casi dos horas y quince minutos, quizá difícil de sobrellevar para el gran Héctor; asunto este al que se ha encontrado una solución poco teatral: la voz en off. Más de la mitad de la intervención de Bruno transcurre en un reproductor. Es decir, una suerte de teleteatro. O de teatro en lata, como se prefiera. Seguro que hasta a los etruscos se les borrarían las ganas de reír. No nos vamos al teatro a escuchar una cinta de casete, sino a escuchar actores: es la norma.
En cuanto al uso y abuso de la proyecciones como sustituto de acciones, afectos e incluso meros decorados, sin duda su empleo puntual hubiera sido efectivo; pero, por el contrario, el escenario se convirtió en una gran pantalla, saturada de imágenes obvias, abigarradas y en exceso coloristas: una especie de horror vacui cinematográfico que, unido a la omnipresente voz en off, hacía dudar sobre nuestra asistencia a un espectáculo dramático o bien a una película que ciertamente tampoco cumplía las reglas del género, dado que también hubo inserciones fugaces de danza en unos extraños episodios en flashback. En suma, una absoluta confusión de géneros y hasta de números en una noche en que lo sentimental ganó por muchos cuerpos al teatro.