ROMEO Y JULIETA A JUICIO

A pesar de su aparente sencillez e inmediatez, a pesar de una innegable popularidad que ha fomentado reiteradamente su representación e incluso su traducción al cine en las más diversas formas (desde la más respetuosa, como la de Zeffirelli, hasta otras más libres, como el West Side Story de Wise, incluso las ambientadas en la época misma de la escritura de la obra, como la más reciente y oscarizada Shakespeare in love de Madden), el Romeo y Julieta de Shakespeare no constituye precisamente una de las obras sencillas del Cisne de Avon, y desde luego es evidente, a tenor de sus obras posteriores, que marca una inflexión en su producción dramática. En este sentido, cabe decir que Román Calleja, responsable de la nueva versión de esta ¿tragedia? shakesperiana traída hasta las tablas del Palacio de Festivales de Cantabria en este fin de semana, con intención eminentemente didáctica, ha sido audaz. Tanto más cuanto que contaba en el elenco con actores muy variados, algunos de ellos habituales ya en escena, otros bastante menos fogueados, y todos en cualquier caso vinculados en uno u otro modo a la Escuela de Artes Escénicas del Palacio de Festivales; una Escuela que cumple ya veinte años en esta precisa ubicación.
Román Calleja se ha decantado por un Romeo y Julieta en que resulta fundamental el subrayado casi virginal del amor, cuando este es sólo uno de los cuatro temas que cabe decir que alientan en la obra original: el destino, la acción, la muerte y el amor ya mencionado. Por no hablar de la cantidad de elementos simbólicos que aletean en las páginas de Shakespeare, que son innúmeros y que no procede desgranar aquí. Cabe advertir, a pesar del respeto predominante al texto, sobre algunas modificaciones importantes realizadas en el mismo: por ejemplo, el fin real de la obra, que es distinto al que Román Calleja plasma, suprimiendo las determinantes escenas posteriores de encuentro por parte del fraile casamentero (en el hallazgo de los jóvenes cuerpos sin vida le imponía Shakespeare su ineludible penitencia moral) y la reconciliación de las familias ante los cadáveres de los amantes. Esa escena de reconciliación es esencial no por esa su visión conciliadora o por su tradicional papel coral de cierre (como si de una ópera se tratara), sino porque Shakespeare explícitamente la buscó como broche a un desarrollo preciso del conflicto, broche políticamente y moralmente necesario: político, como advertencia a los excesos señoriales de la época; moral, como advertencia contra los también reinantes excesos del amor y de la muerte. En todo caso, si se opta por esa supresión, algo que es perfectamente asumible, debería pulirse algún fleco en el texto no amputado, como la escena inmediatamente anterior al suicidio de los jóvenes, en que Fray Lorenzo se desespera porque su carta de advertencia a Romeo no ha llegado a Mantua y pide enloquecido una barra de hierro. Una barra de hierro… ¿para qué? Entendemos que para forzar el sepulcro de Julieta y evitar una inminente desgracia, pero ni Fray Lorenzo ni su barra de hierro vuelven a aparecer en escena, se pierden como a Cervantes se le perdió en aquel capítulo el asno de Sancho en el Quijote.
Dejando a un lado estas objeciones, Calleja ha optado por una visión muy dinámica y muy participativa de la obra. La recepción del público por frailes que nos requieren con una papeleta de voto nuestra opinión “como jurado popular” sobre los hechos, el acceso a escena a través de la cripta en que ya están los cadáveres de los amantes (como brutal anticipo que permite conocer a priori el fin de la historia que se va a presenciar, para así poder juzgarla, según se nos ha requerido), la lectura solemne de los preceptos legales que nos autorizan a enjuiciar el espectáculo… En escena, los actores son conducidos por su director a velocidad de vértigo, en lo gestual y en la dicción, conforme a las convenciones del teatro isabelino, más preocupado por la destreza en el ingenio verbal que por el fasto de los decorados. Si algo debe subrayarse es el entusiasmo de los actores, con una entrega indesmayable a la exigencia de un texto que siempre obliga a estar alerta. Por lo demás, hay bazas que sólo se juegan a sabiendas de emplearse en caballo ganador; y eso lo ha tenido muy presente Calleja al otorgar a nuestro bien conocido Gorsy Edu el importante papel de Mercutio, que lleva sobre los hombros (y en otras partes no menos venturosas de su cuerpo) una parte esencial del texto, y que brilla muy especialmente en su discurso sobre la reina Mab. La veterana Carmen del Arco (veterana como actriz y como teatral nodriza) también despliega una comprometida aya shakesperiana. Javier Lavín como Paris da sin alharacas la exacta medida de enojoso pretendiente torpe. Linker tiene una fugaz pero feliz, por expresiva, aparición como boticario. El Fray Lorenzo de Roberto Pérez Gallegos (por qué me acordaré yo de la Física y la Química) resulta espontáneo y fresco; lástima que le priven de su gran escena final. En fin, por no poder aquí mencionar a todos y cada uno de los integrantes de un amplísimo elenco, hay que decir que todos cumplieron con entrega y solvencia su papel.
En el caso de Romeo y Julieta, se da una peculiar circunstancia que en el texto original de Shakespeare produce extrañeza y que en escena queda no sé si iluminada o resuelta. Me refiero al oxímoron entre la niñez de los amantes de Verona y lo elaborado, filosófico, de su discurso (pensemos en el célebre y complejo pasaje “Sólo tu nombre es mi enemigo”). Román Calleja opta por una Julieta (Laura Orduña) muy muy niña, histriónica y exasperantemente niña, que sin embargo va creciendo a lo largo de la obra. El caso de Romeo (Agustín Ruiz) es el inverso: más sólido en su comienzo, va desintegrándose según avanza su papel. Ambos deben limar las tan aristas marcadas aristas de sus roles.
Finalmente, tras los purcellianos sones del Funeral de la Reina Mary y el encendido de las luces y los aplausos de rigor, en lugar de conciliación hay baile cortesano improvisado. Los amantes de Verona han vuelto desde la muerte para seducirnos otra vez.