BANQUETE Y JUICIO FINAL

Friedrich Dürrenmatt ha recalado de nuevo de Santander, esta vez con sones de estreno, después de aquel no demasiado lejano Play Strindberg que se dejó caer por el Palacio de Festivales de Santander de la mano de George Lavaudant, hará unos cuatro años. En esta ocasión el autor suizo regresa en manera singular, en la forma de un cuento adaptado al teatro por Fernando Sansegundo, bajo el cuidado explícito y minucioso de Blanca Portillo desde la dirección. Y no ha sido poca la tarea, teniendo en cuenta que el relato en cuestión no es precisamente extenso, y sin embargo Sansegundo ha extraído de él un texto teatral de más de dos horas de duración, con personajes perfectamente trazados y delimitados.
Como es habitual en Dürrenmatt, y La avería no es una excepción, hay ironía, hay decepción, hay diálogos ingeniosos y chispeantes; también está presente el curso del tiempo que todo lo deteriora, a veces maquillándolo ya con fiereza, ya con indulgencia. Pero además hay una innovación: La avería es una suerte de juego de espejos, de cuadro dentro del cuadro, de escena dentro de escena… y de muertos que juegan a los vivos con vivos que juegan a los muertos en el marco de una nebulosa que trastoca lo real y la ficción.
La apuesta –es palpable a la vista de lo que se ha dicho–, es compleja, y puede decirse en líneas generales que texto y montaje se resuelven a satisfacción mediante una trama en la que intervienen seis personajes; cinco de ellos tienen un pie más en el otro mundo que en este, frente a otro que, a lo largo de la obra, se esforzará en cambiar de orilla. Los cinco muertos vivientes –ancianos de extraordinaria e inverosímil vitalidad– encarnan un tribunal de ultratumba integrado por juez, fiscal, abogado defensor y verdugo, capitaneado por un ama de llaves que es además divina cocinera, una especie de pitonisa de los fogones, una oficiante del amor intangible y del placer culinario al mismo tiempo. Estos cinco personajes oscilan entre el refinamiento y la brutalidad: sus conversaciones cultas y elegantes encubren unas pasiones bajas que espantan por su animal crudeza, especialmente presente en las escenas de banquete. Civilización y barbarie. Al juego se suma por azar la última pieza del etéreo tribunal: el acusado, un comercial ambicioso y vulgar que llega hasta la apartada mansión de los juristas por una avería en su automóvil, poniendo en marcha sin pretenderlo la maquinaria judicial del más allá y suscitando una resolución insospechada del encuentro casual entre anfitriones e invitado.
Con semejante cuadro, es fácil suponer que La avería se sustenta especialmente en el trabajo de actores. Escénicamente, Andrea D’Odorico plantea dos espacios contiguos pero muy diferenciados: un interior con trampantojos y un jardín de rosas perversas (intercambiando, de nuevo, elementos a priori previsibles); dos elementos sencillos pero muy efectivos en los que la luz cumple un destacado papel. En el interior tiene lugar la práctica totalidad de la acción, en tanto que el jardín no es precisamente un remanso de paz, sino que más bien funciona como locus agrestis, también como cazuela en que se cuecen los sentimientos más íntimos –oscilantes entre la abyección y la vulnerabilidad– de los protagonistas. Hay que decir que la materialidad escénica se complementa con números musicales cuasilitúrgicos que resultan simpáticos dentro de la obra, pero que en cambio se emplea enojosamente una serie de efectos acústicos que subrayan obviedades que no deberían subrayarse (caso, por ejemplo, de las apariciones fantasmales de la cocinera-muerte).
En lo que se refiere a los actores, debe encomiarse en conjunto su trabajo, no exento de un cierto sentido coreográfico; en este sentido, la dirección ha enfatizado los aires de danza macabra de la obra y un inquietante perfil carroñero de los personajes (por cierto, bien ataviados por Elisa Sanz). Todos se entregan con entusiasmo a su papel (quizá en algún momento con demasiado entusiasmo) y matizan no sin sarcasmo sus funciones de guardianes intachables de una moral discutible: muy bien, pues, Daniel Grao como Juez, Asier Etxeandía como el Fiscal Zorn, José Luis Torrijo como el Abogado Kummer (seguramente el más excesivo) y Fernando Soto como el Verdugo Pilet; excelente también Emma Suárez como inquietante y a ratos cabaretera sibila. Única excepción: la del viajante Alfredo Traps, encarnado por José Luis García Pérez, que resulta muy forzado (su texto es también el más endeble) y no da la talla frente a sus compañeros de reparto.