ABANDONADOS POR LA NATURALEZA

Pues por fin lo vimos. Y desde luego que no defraudó. Fin de partida, la terrible obra de Samuel Beckett, una de sus cuatro grandes, alumbradas tras la Segunda Gran Contienda –tal vez la mayor de ellas–, pasó por Santander en el último fin de semana. No es nada fácil asistir a un Beckett, al menos por estos pagos, y la oportunidad la ofreció el Palacio de Festivales en una apuesta arriesgada y brillante que se resolvió con un montaje excepcional y varias decenas de personas abandonando la sala en mitad de la representación.
Es cierto que la obra del mosntruo irlandés no es sencilla de digerir. Es demasiada la poesía sostenida, la sensación de asfixia, la incomodidad. Es demasiado el horror. Su propio título, Fin de partida, apela al endgame del ajedrez, ese momento del juego en que hay muy pocas piezas encima del tablero, acechándose unas a otras en medio del vacío para asestar el golpe decisivo con movimientos demorados y cautelosos. En Fin de partida hay dos parejas que a ratos se engarzan, a ratos se desenvuelven separadamente, como en una compleja coreografía del “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio”, en mitad de un tablero –escenario– desolado: una pareja formada por Hamm y Clov, como caras de un mismo óbolo mortal (a Clov se le ha arrebatado el deseo y sólo le resta sufrir y someterse, a Hamm se le ha arrebatado el amor y sólo le resta sufrir y torturar); y otra pareja formada por Nagg y Nell, los padres de Hamm, sin piernas y en un contenedor, como amputada y en la basura acaba la memoria de lo que una vez, en un tiempo lejano, valió la pena. Ambas parejas recorren, entrecruzándose en ocasiones como en una siniestra zarabanda, la ternura, la desolación, el cinismo, la rebeldía, el desvalimiento, el miedo de un ser fieramente humano en un territorio arrasado y sin esperanzas, “abandonado por la naturaleza”.
El montaje de Krystian Lupa subraya el espanto del drama de Beckett y las aristas cortantes de los diálogos, relegando quizá la siniestra carcajada que el irlandés pensó para su obra. Algo sí que nos reímos, pero poco; las ganas no abundan. El director polaco se ha decantado por la opresiva austeridad de una habitación con aspecto de refugio antiaéreo, con paredes de un verde mancillado, desconchadas, y un montículo de arena que es materia de sueño y barricada al tiempo, también con dos urnas o contenedores de cuerpos que evocan cajones de autopsia, en los que los padres de Hamm se revuelven descarnados como fetos (perversa rueda de la vida que invierte todo estado), intentando besarse sin lograrlo. Al fondo, dos ventanas prometen cruelmente lo que niegan: la luz, la brisa, el salino sabor de lo imposible.
El personaje de Hamm es un caramelo y José Luis Gómez lo paladea a conciencia, bien instalado en su silla de inválido, haciendo un magnífico trabajo de verdugo aterrorizado tras sus gafas de ciego. “Todo está gris. O negro claro”. Son las dos únicas opciones que ofrece el dramaturgo que quería que su lápida fuera “de cualquier color, es decir, gris”. Ramón Pons y Lola Cordón están también espléndidos en sus papeles de Nell y Nagg, vagamente bergmanianos, aunque con ribetes más grotescos.
Y sí. Tal vez es evidente que el de Hamm es el papel estrella, pero… hay una enorme actriz sobre las tablas, llamada Susi Sánchez. La mayor entre todos, aun muy buenos. Ella es Clov. Curiosa vuelta de tuerca. Quizá Lupa buscaba una simetría de parejas, o tal vez es que le hacía falta un rol más recóndito, más atávico: el origen de la mujer frente al horror, para el horror. Susi está excelente en cuanto hace en escena: movimientos, dicción, contención, sentimiento, intensidad. Una interpretación que acaba culminando en su propia aparición final, luminosa como una epifanía.
Es verdad que algunos se marcharon. Lo dice en un momento el propio Hamm: “Las personas. Hay que explicarles todo”. Pero los que nos quedamos salimos abatidos y encantados. Maldito monstruo irlandés.