MADURA, BRILLANTE Y BIEN ACOMPAÑADA

Llevábamos días esperándola. Al fin llegó. Y no defraudó. No siempre, incluso en programas en los que se prevé la participación de intérpretes de primer nivel, sale uno por completo satisfecho; en el desarrollo de un concierto pueden ocurrir mil cosas que lo frustren o parcialmente lo ensombrezcan. La música es un regalo hecho por los dioses a humanos que sólo se les parecen. Pero no en el pasado viernes en la Sala Argenta del Palacio de Festivales.
Cecilia entró en la sala como un huracán negro invocando a las furias en su papel de Armida, hechicera tenebrosa y vengativa, mientras la acompañaban de fondo efectos acústicos sobrenaturales y tormentosos, indispensables en la acción del Rinaldo. Todo hacía presagiar un recital pirotécnico y aguerrido de esos que la diva es capaz de abordar sin despeinarse demasiado, plagados de agilidades portentosas, interminables pianissimi, deliciosa coloratura y asombrosos staccati. Pronto, sin embargo, se suavizó su énfasis y se dio paso a una faceta intimista y extraordinariamente comprometida con la expresión del sentimiento, opción esta que predominó claramente a lo largo de todo el recital. Y es aquí donde pudimos asistir en todo su esplendor a la exhibición de la madurez vocal y conceptual de Bartoli, capaz de reprimir o racionar algunos de los excesos que la han hecho tan célebre (gloriosos excesos, por otra parte, debidos a un dominio técnico tan indiscutible como apabullante) para adentrarse en el arduo terreno de la interpretación. Ahí es nada. Tanto como acercarse a Handel en estado puro. Porque es obvio que Handel plantea una dificultad capaz de arredrar a muchos cantantes, pero además esa dificultad formal se incardina con una caracterización compleja y profunda de estados y situaciones que constituye todo un reto abordar. Y ese paso profundo que dio Bartoli en el concierto de la Sala Argenta el viernes, más allá de la pizpireta y grata teatralidad, de comunicación física, desplegada por la diva, es un gesto intelectualmente brillante que no hace sino confirmar su extraordinaria sabiduría musical, que siempre la ha conducido por el camino correcto.
Así pues, inteligente relevancia de las arias lentas sobre las arias de bravura. Brillantísimas fueron, por citar quizá los hitos mayores de la noche, la estremecedora “Scherza infida” de Ariodante y el “Retorna, o caro” de Rodelinda en la primera parte, que se cerró con un “Desterò dall’empia Dite” del Amadís de Gaula que rondó lo inverosímil por la conjunción extraordinaria, casi divina, de trompeta, oboe y voz en dúos sucesivos (entre los instrumentos y luego entre estos y la voz). A esas alturas, por su lado, los componentes de Il Giardino Armonico ya habían demostrado sobradamente quiénes son. Entusiasmo y elegancia –su marca de la casa– se sumaron a la exquisitez de sus lecturas y, por ende, del acompañamiento con que arroparon a la cantante romana, adaptándose cual guante a su volumen, tempi y ornamentaciones. Antonini se mostró además como consumado y enfervorizado flautista y como magnífico director, luciendo espectacularmente al frente de los suyos en su acometida del aún no suficientemente conocido Porpora (tanto suyo por grabar) y en la bellísima obertura de Veracini, a la que concedió un toque más reflexivo que la vertiginosa versión que conocemos y adoramos en los MAK.
La segunda parte del concierto fue de Alcina, maravilloso personaje handeliano al que Bartoli hizo sobrada justicia en ese impresionante “Ah, mio cor”, aunque se nos reservaba un cierre sencillamente apoteósico con el aria “Ah, che so, per te…” de Teseo. Interpretación gozosa y emocionante, más emocionante aún si se tiene en cuenta que tuvo lugar después de ¡más de dos horas de concierto!
Por si no hubiera sido suficiente, la mezzo se prodigó con dos hermosas arias de propina: “Da tempeste” del Giulio Cesare y “Son qual nave ch’agitata” del genial napolitano Broschi, por si alguien no recordaba que esa, la brava, era también Cecilia.
Al fin, su mano y su sonrisa se evaporaron en un adiós escénico que cerró dos horas y media de placer, aunque su fulgor tardara –tardará– mucho más en agotarse. Qué gran noche.