LA POESÍA DE MIGUEL ES UN COLUMPIO

Qué difícil es leer a Miguel Hernández. Qué difícil es leer a un poeta tan admirado casi unánimemente como Miguel Hernández. Qué difícil es sobreponerse a las diferentes construcciones que se han ido proponiendo sobre el oriolano de forma paulatina, esbozadas entre la poesía y la ideología, entre el hombre y el verbo, entre el honor y lo indigno, entre los buenos y los malos, entre los vencedores y los vencidos, entre los vivos y los muertos, entre el cielo y el suelo. Hernández ha sido el poeta de los rojos y los indigentes, el poeta del hombre humano demasiado humano, el poeta del amor conyugal más allá de la muerte, el poeta filósofo de arengas propicias a la rebelión, también últimamente el poeta con la puerta burguesa a medio abrir, el poeta que algunos han circunscrito en un catolicismo bastante malentendido.
Hernández ha sido todo eso y mucho más –o mucho menos, según se mire– en el cálamo atrevido y no siempre autorizado de la crítica. Es sabido que ante ésta cualquier obra –y más la obra poética, tan inasible – palidece, se empequeñece, desaparece. En realidad, la poesía se reescribe por esa tara congénita suya de dejar de pertenecer a su autor en cuanto sus pliegos se cosen y se les ponen tapas, por modestas que éstas sean. La poesía se enmascara, se disfraza, y el autor se fragmenta, se descompone, se duplica en un Jekyll-y-Hyde que, según la cantidad de manos que intervengan, puede llegar a ser un parcheado Frankenstein con feas costuras a la vista. Si a la crítica se añade el efecto devastador de la mirada política –de ciertas miradas políticas–, ya tenemos un monstruo de pleno derecho dispuesto a embadurnar la buena imagen más que discutible de la Literatura, no sé si con mayúscula o minúscula.
Y sin embargo… ¿qué es la poesía, qué es la literatura, sino verdad? Verdad humana, verdad capaz de trascender al hombre para impregnar al Hombre. Poco importa si Miguel Hernández militó o no militó en una determinada idea; poco importa quiénes fueron sus padres o cuál fue su patrimonio; poco importa, incluso, por duro que resulte decir esto, si murió o no tristemente, perseguido, enfermo, víctima de la delación y la miseria. De Miguel Hernández no nos interesa el mártir ni el fanático ni el místico ni el revolucionario. No. Sólo el poeta que murió, en extraña y tal vez reveladora circunstancia, con ojos cuyos párpados no pudieron ser cerrados.
Miguel Hernández fue capaz con su poesía, o al menos con una parte de ella, de caligrafiar esa verdad profundamente humana a través de sentimientos más o menos intrascendentes como la ira, la ternura, la serenidad o el dolor. Es cierto, al tiempo, que la poética de Miguel Hernández es más po-Ética que en el caso de otros poetas; no toda ella, por supuesto, pero sí una parte importante: la que se abre paso en su último tramo escriturario, la que se amasa desde su intensa y breve vida y acaso desde su animal olfateo de la muerte.
Hernández osciló entre dos amores y entre dos estilos, casi de manera paralela: entre el amor cortés y el amor sencillo, entre el culteranismo y la claridad, entre la luna y la canción, entre la sombra y la luz. Miguel, su poesía, es un vaivén; se balancea lo mismo que se balanceó su vida y se le siguió balanceando tras su muerte. La poesía de Miguel es un columpio. Y así, el poeta transita desde la voz gongorina y enigmática de Perito en lunas a la voz carnalmente libresca de El rayo que no cesa hasta llegar pletórico a la última estación: el amor desnudo, atávico, casi telúrico del Cancionero; Miguel evoluciona desde la violencia combativa de Viento del pueblo hasta la asechanza del hombre que vibrante doblega al fin su furia ante su hijo.
Miguel Hernández tocó todas las teclas de lo humano y su melodía intrincada y vulnerable. Es probable que en esa música encontrara la hoja de ruta que le condujo a su canto más despojado e íntimo, por ello más universal y humano. “Iba tan alto a veces que le resplandecía/ sobre la piel el cielo, bajo la piel el ave”. Quizá en esos alejandrinos en verdad resplandecientes de su poema “Vuelo” se sintetice esa huida hacia sí, ese viaje que Miguel Hernández realizó a velocidad de vértigo como un Ícaro hermoso y potente, fugaz como sólo la belleza debe serlo.