MODESTO BORIS GODUNOV

Cuando Alexander Pushkin escribió su Boris Godunov se encontraba inmerso en un severo aislamiento, en un exilio en términos prácticos, producto de sus desencuentros con el zar. De su propia obra llegó a manifestar el autor: “Esta tragedia me ha dado todos los placeres permitidos al escritor: una viva inspiración, una absoluta convicción de que he utilizado todos mis esfuerzos y, por último, la aprobación del pequeño círculo que me rodea”. Boris Godunov, que en realidad es una serie de cuadros o escenas en que se alterna lo trágico, lo pintoresco y lo cómico, fue compuesta en 1825, pero los años sucesivos le impusieron recortes, censuras y obstáculos, de modo que puede decirse que no fue representada con propiedad hasta 1870, pues antes estaba prohibida. Profundamente shakespeariana por su tema (las implicaciones íntimas del poder, el asesinato como medio de abyección y al tiempo como vía última de purificación), y por su propio alumbramiento, en pleno conflicto con la autoridad real, la composición encontró un perfecto alter ego musical, por concepción intelectual y circunstancias contextuales, en la partitura que el atormentado Modest Mussorgsky quiso escribir para ella. El compositor ruso se fijó en la obra de Pushkin a finales de la década de los 60, de modo que en apenas un año había trazado un libreto sombrío bastante fiel al original del escritor, aun con algunas supresiones (la figura de Marina, esencialmente), y una partitura llena de contrastes, con armonías sorprendentes, con un colorido instrumental extraordinariamente diverso y con un sentido del ritmo poderosísimo, cuyo simbolismo estaba llamado a desembocar en la célebre “escena del reloj”, momento clave de la ópera. Topando, como a Pushkin le ocurriera, con innúmeras complicaciones y objeciones, Mussorgsky hubo de hacer cambios e introducir personajes y escenas en su obra, que conoció una nueva versión en 1872, casi a la par de su casi estreno como drama del original de Pushkin.
Así pues, dos caracteres en cierto modo similares fueron atraídos por unas vivencias creativas parejas y por la inspiración de una misma historia, verídica por más señas. Historia que ha sido la elegida por el Festival Internacional de Santander como hito de inauguración de su LIX Edición, en una producción que corre a cargo de la Ópera Royal de Wallonie y que fue ejecutada por su Orquesta y Coro (junto al Coro de la Ópera de Namur y la Escolanía de Astillero/Guarnizo), en un montaje del franco-rumano Petrika Ionesco.
A diferencia de las últimas tendencias escénicas, que suelen imponer actualizaciones a veces un tanto grotescas de los libretos, Ionesco ha optado por un respeto al contexto histórico de los acontecimientos (siglo XVII), con unas soluciones que en unas ocasiones resultan más acertadas que en otras. El montaje se articuló a base de unos paneles móviles ilustrados con un collage de serigrafías inspiradas en la tradicional iconografía rusa, si bien esquemáticas y poco bellas, con un cromatismo apagado, bien distante de la riqueza de la figuración ortodoxa, tan exultante además en el siglo XVII. La movilidad de los paneles sirvió para posibilitar cambio de decorado en cada escena, aunque el tránsito entre cuadro y cuadro (siete veces, en total), bajada de telón incluida en cada ocasión, se hizo muy lento y pesado. El uso de la luz no fue novedoso pero sí adecuado e intentó en todo momento subrayar el dramatismo de la partitura. Menos gustó el empleo del simbolismo escénico, que se tradujo principalmente en dos elementos poco afortunados: la dorada águila imperial bicéfala, un tanto tosca, que aparece en diferentes momentos de la ópera ya sin cuerpo, ya sin una de sus cabezas; y, sobre todo, el féretro que echa humo y acaba por estallar absurdamente en un estruendo polvoriento bajo una verde luz fosforescente, que induce más a la sonrisa que al espanto y que sustituye al protagonismo del reloj pendular que se nos hurta en la escena de la alucinación de Godunov con el pequeño Dmitri asesinado.
En lo vocal, hay que decir que Ruggero Raimondi no estuvo, lamentablemente, y como ya cabía esperar, a la altura de las solemnes circunstancias de Boris Godunov. Su caracterización y sus loables esfuerzos dramáticos no consiguieron superar un grave inexistente, los problemas en la zona de paso, una articulación farragosa, su singular extravío dentro de la partitura. El resto de voces alcanzaron más digno nivel, destacándose el monje Pimen de Alexey Tikhomirov, con aceptable apostura escénica y canora. El tenor Sergey Polyakov como Grigori (falso Dmitri), que hizo gala de un timbre potente aunque no muy elegante y de una buena proyección, minó su aparición con inverosímiles y exagerados aspavientos que debería controlar. Los demás integrantes del elenco (Alina Shakirova como posadera y ama de Xenia, el Príncipe Chouski de Sergey Drobyshevskiy, los monjes Varlaam y Missail de Ruslam Rozyev y Oganes Georgiyan, Konstantin Brzhinsky como oficial de policía) cumplieron son corrección. Cabe oponer la dulce aunque fugaz intervención de Julie Bailly en el personaje del joven zarevich Feodor frente al timbre ingrato y estridente de Maxim Sazhin en su archipresente papel de tullido inocente. El coro, otro de los grandes personajes de la obra, estuvo irregular en líneas generales: acertado y contundente acá, poco empastado y disperso allá.
Paolo Arrivabeni hubo de encarar desde la dirección musical, al frente de la orquesta del Teatro de Lieja, a la difícil música de Mussorgsky, y no lo hizo con malos resultados; antes bien, se aplicó con entusiasmo a extraer los coloristas matices de la obra, aunque es verdad que la orquesta se queda algo pequeña frente a la apabullante partitura del compositor ruso, rica en músicas variadas que oscilan entre lo popular, lo solemne, lo teatral y lo revolucionario.
En resumen, una inauguración del Festival Internacional de Santander en que parecieron dominar los sórdidos vientos de los tiempos actuales; inauguración un tanto umbría, un tanto mediana, en la que la menor afluencia de público se hizo también más notoria que en ediciones anteriores.