AZÚCAR Y SAL

Una nunca puede estar segura de si dos actores son o no suficiente en una obra de teatro. Digo “suficiente”, no “suficientes”. Una nunca puede estar segura de si dos actores, dos buenos actores, son materia suficiente en una obra de teatro como para que no te importe nada más. Pienso esto en relación con la obra programada este fin de semana en la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria, Por el placer de volver a verla; una obra del canadiense Michel Tremblay, llevada a las tablas bajo la dirección de Manuel González Gil e interpretada al alimón por el matrimonio formado por Miguel Ángel Solá y Blanca Oteyza, sobradamente conocidos por sus trabajos en cine, televisión y teatro.
Por el placer de volver a verla es una propuesta de doble homenaje: por una parte, se festeja la figura de la madre del autor, que de algún modo quiere representar a la madre de todas las madres; por otra, en una suerte de metadramaturgia, se ensalza la esencia del teatro como cordón umbilical entre la verdad y la realidad. Algo que en principio no tiene por qué parecer mal en un texto con una cierta consistencia, con planos bien delimitados, con personajes bien construidos, con espacios bien señalizados. Hay que decir que Tremblay no estaba en su mejor momento al escribir su texto, que adolece de situaciones y diálogos ingenuos, que mezcla sin excusa una situación personal con una descafeinada reflexión sobre el teatro como referencia vital, que derrama azúcar y sal a puñados sobre una trama sentimental en el sentido menos favorable del término, destinada a arrancar la sonrisa y la lágrima más fáciles en el espectador tendente a la emoción. Con este punto de partida, Manuel González Gil no hace sino lo que puede hacer, y no siendo ello mucho -visto lo visto-, pues opta por llamar a dos magníficos actores para elevar la catadura del desaguisado. Solá y Oteyza están excelentes, y por ello causan una sensación de talento desperdiciado en aras de una causa poco noble.
La cosa se estructura en torno a una serie de escenas más o menos breves –aunque la obra termina por alcanzar unos excesivos ciento diez minutos– que van mostrando la evolución de la relación entre madre e hijo, desde la niñez de éste a la muerte de aquélla. Solá alterna el registro adulto desde el que presenta la obra y hace sus recesos cara al público entre cuadro y cuadro, con una buscada afectación pueril que no abandona en ningún momento de los pasajes materno-filiales, ni siquiera –extrañamente– en los últimos, en los que se supone que ya es un hombre hecho y derecho. Oteyza, la madre, configura un retrato un tanto estereotipado de mujer anacrónica que bascula entre la histeria y la ignorancia, la ensoñación y el victimismo. Ambos actores, no obstante, están espléndidos y enganchan con su carisma al público desde el minuto uno, manejando bien los ritmos y adueñándose de la voluntad de los espectadores con soltura.
Cabe reprochar a la producción la desnudez excesiva de la escena, consistente solamente en un fondo que cambia de color en cada cuadro y un par de cubos que, a modo de mobiliario portátil, sirven de asiento a la madre y, sobre todo, al hijo. Excesiva sencillez formal que quizá se corresponde con la excesiva sencillez con que acomete Tremblay los asuntos abordados. Una sencillez que, sin embargo, no fue óbice para que el público, casi entregado de antemano, disfrutara y refrendara con aplauso sostenido una función en la que el pálpito del cuore fue la brújula y el objetivo perseguido.