ÁNGEL O DEMONIO

Heinrich von Kleist no es un romántico al uso, aunque a primera vista pudiera parecerlo por su tortuosa biografía, que incluye suicidio a edad temprana (34 años), como en todo buen escritor romántico que se precie. Sin embargo, la literatura del prusiano, tan admirada por Kafka, que bien puede ser considerado su digno sucesor, presenta unas peculiaridades que lo alejan del tópico y lo convierten en un autor extraño, seductor, a lomos de su tiempo y a la vez a una distancia sugerida por la burla, la crítica, el escepticismo y un ligero coqueteo con el absurdo. La Marquesa de O no es una excepción en este cuadro, antes bien, es un texto que contiene bastantes de los ingredientes apuntados: un violador arrepentido que es conde (y que esconde, como Quevedo decía en su calambur, su falta bajo un aspecto decoroso), una marquesa que tiene ribetes de Virgen María un tanto hereje o trastornada, un hermano que bota de un lado a otro de la acción como una pelota insulsa, un padre militar que en su abnegación por la hija roza el incesto, una madre que oscila entre la convención y la rebeldía; y todo ello presentado con una solemnidad estricta que funciona como una soterrada carcajada.
A la hora de trasladar a las tablas este complejo mundo –según hemos podido ver en la Sala Pereda del Palacio de Festivales en este fin de semana–, Emilio Hernández ha optado por una versión en que la comicidad, por momentos el sainete, inundan la acción; en particular, es en la figura del padre donde más se subraya este carácter. Igualmente, desaparece la figura comodín del hermano y, sobre todo, se invierte el desarrollo de la acción, planteando desde el primer momento lo que en el relato no se conoce hasta más o menos la mitad de su desarrollo: que el conde salvador (ángel) de la marquesa es en realidad el violador (demonio) que la dejó embarazada sin su consentimiento… al menos físico (no estamos tan seguros de la oposición del inconsciente de la marquesa). También es un cambio importante la postergación de un protagonista fundamental en el relato: el anuncio con que la marquesa solicita en la prensa, con el consiguiente escándalo, que se presente en su casa el padre de su hijo para conocerlo; y asimismo supone una intervención esencial la alteración del remate de la obra, que en el original resulta más limpio y sugerente, mientras que Hernández desciende a ofrecer una serie de explicaciones que pueden resultar innecesariamente esclarecedoras. En todo caso, debe tenerse en cuenta que el texto original de Von Kleist no es dramático en su forma, con los condicionantes que ello supone.
La dirección de Magüi Mira engarza estos elementos en la acción valiéndose de la música de Vincenzo Bellini –otro romántico caído a los 34, aunque éste por causa de la enfermedad– y plantea un cuarteto que comienza no obstante con una suerte de danza erótica a dos y termina de modo circular con otro dúo de similar naturaleza. Los dos danzarines son el conde y la marquesa, y son los progenitores quienes custodian su baile de encuentros y desencuentros. La madre lleva el peso de la narración y del progreso de los hechos, el padre esencialmente la vis cómica. Los jóvenes, aunque se mueven mucho, son los más estáticos; son la excusa de la acción. La puesta en escena es sumamente sencilla, de ribetes bastante convencionales y escaso riesgo.
En todo el asunto sobresale en especial la enorme figura del padre y comandante, Juan José Otegui, que realiza un trabajo espléndido, dejando bien claro que si se retira (según viene amenazando) es sólo porque quiere hacerlo. Dotando al personaje de una comicidad que, como ya se ha dicho, no es explícita en la obra original, no resulta sin embargo impostada ni extraña. Otegui es un magnífico actor al que ya se ha disfrutado en Santander en otras ocasiones (creo recordar que Visitando a Mr. Green fue la más reciente), y cuyo Comandante de Heinrich von Kleist, si de verdad llegara a ser su personaje último, se recordará como una dulce y entrañable despedida. Tina Sáinz demuestra que lleva muchos años de escenarios a la espalda, y si bien su comienzo narrativo en La Marquesa de O no pareció precisamente afortunado (en esa parte introductoria se detectaron incomodidad y desajustes), fue creciendo firmemente a lo largo de la obra hasta llegar a ser la buena actriz que todos conocemos. Peor parte corrieron en esta historia la marquesa y el conde, los televisivos Amaia Salamanca y Josep Linuesa, poco convincentes y faltos de más de un hervor. Pasar de Sin tetas no hay paraíso (qué bien titulamos los españoles, por cierto, nuestras más refinadas producciones) a toda una obra del señor Von Kleist no es precisamente fácil, y en La Marquesa de O ese tránsito precario se ha notado.
De cualquier modo, es de agradecer que, como en este caso, se acuda a títulos y autores poco manidos, casi secretos, máxime si se trata de un autor de quien todavía, doscientos años más allá de su muerte por un disparo en pecho propio, seguimos dudando si se trataba de un ángel o un demonio de la literatura.