DISFRACES DEL MAL

Bien conocido por el público español, el tándem Jordi Galcerán y Tamzin Townsend, que obtuvo una excelente acogida hace un par de años con El método Grönholm, ha vuelto a la carga con un nuevo thriller, que acaba de pasar por la sala Pereda del Palacio de Festivales en este fin de semana. Si en aquel caso el interés se concentraba en una habitación en la que los aspirantes a un puesto de trabajo se zancadilleaban a conciencia, en Carnaval de lo que se trata es de seguir minuto a minuto la frenética carrera de una investigación policial condenada al fracaso. En realidad, lo que desmenuza Carnaval es una macabra tomadura de pelo por parte de una psicópata disfrazada de bruja a un pequeño equipo de policías; es probable que en función de este planteamiento la obra adopte el título que adopta, pues por lo demás el carnaval no está presente por ningún lugar ni justifica absolutamente nada de la trama.
Lo sorprendente de Carnaval no estriba tanto en su tema y desarrollo como en su formato: si estamos más que acostumbrados a la series un tanto cutres de polis y cacos en la televisión española, y también a las sofisticadas películas yanquis de asesinos en serie con pareja de policías blanco y negro, en cambio un thriller trepidante sobre las tablas (y además en tiempo real: un gran reloj en escena marca el ritmo de la obra) es algo que en pocas ocasiones se ha podido ver. El experimento es audaz, y por ello merece aplauso, pero también se resiente de sus propias limitaciones. Galcerán plantea una trama relativamente sencilla para poder ajustarla al lenguaje y la carpintería teatrales (en realidad, casi todo tiene lugar en una pantalla de ordenador colocada de espaldas al público: o sea, en su imaginación), pero es cierto que hay requisitos de la acción que no se cumplen adecuadamente, y asimismo un recurso a la bondad y credulidad del espectador que a veces resulta excesiva.
Por lo demás, si El método Grönholm mostraba una mirada ácida sobre las relaciones humanas, al tiempo que un toque de atención sobre el canibalismo del mercado de trabajo actual, en Carnaval la reflexión se queda reducida a una toma de conciencia sobre las páginas más negras de los periódicos cotidianos. La sensación de que el hijo secuestrado o torturado que nos mira desde la página 10 del diario X puede ser el nuestro –o podemos ser nosotros mismos– es uno de los pánicos contemporáneos que secretamente abrigamos al calor de la inseguridad galopante que padecemos hoy por hoy. Pero tampoco es nada ante lo que podamos reaccionar. Desgraciadamente, la reflexión sobre el mal ha ocupado varios tratados a lo largo de la historia, y en especial en las últimas décadas, pero en ninguno de ellos se ofrece la solución que lo erradique. De hecho, la propia inspectora Garralda de Carnaval tira la toalla en el último minuto de la historia, asumiendo la inevitabilidad del horror incomprensible. ¿Y entonces qué? De todos modos, se echa en falta un mayor calado en la presentación del problema por el dramaturgo, que se limita a poner un gran tema al servicio de una obra puramente comercial. Precedentes filosóficos y literarios en que apoyarse no faltan, pero a la “banalidad del mal” que analizara Hannah Arendt con pasmosa lucidez no se acerca ni de lejos Jordi Galcerán. O tal vez en que en sus propósitos no figurara diseccionar el asunto hasta ese extremo y por ello la obra navega entre la comedia y la tragedia.
Escénicamente el montaje funciona bien. Una oficina –una comisaría de policía– hiperrealista, con un visible reloj con función de “final countdown”, por la que los personajes se mueven con solvencia, en ocasiones con hiperactividad desmesurada, tal vez en respuesta a dificultades de dirección ante determinados pasajes del texto. Bien estuvo Nuria González en su papel de inspectora, sin duda la más brillante, aunque cabe achacársele cierto atropello en la dicción. Noelia Noto –una Annie ya crecidita– como informática tuvo una intervención grata, muy fresca y natural, en tanto que Violeta Pérez como madre acusó importantes altibajos. Los papeles masculinos mostraron mayores flaquezas: ciclotímico el joven policía Rafa Castejón y envarado el veterano Pape Pérez, ninguno de los dos convenció.
En suma, Carnaval es una propuesta teatralmente arriesgada, con todo lo que ello implica, pero que a la vez contiene los ingredientes necesarios para entretener. Algo que sin duda consigue y que le acarreará –le está acarreando– un indiscutible éxito de público.

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