TENORIO SE PONE AL DÍA

Asistir a un Tenorio en pleno mes de mayo, con el peso a las espaldas de décadas de tradición siniestra y novembrina, puede ser extravagancia o transgresión. A la vista del Don Juan que presenciamos este fin de semana en el Palacio de Festivales de Cantabria, cabe más hablar de transgresión, y de transgresión feliz, sin duda. A nadie se le escapa que el Tenorio resulta un texto duro, no precisamente por su dificultad, sino más bien por sus carencias –ya explícitas en el momento de su estreno– que se han ido acentuando con el paso de los años y con las que, al mismo tiempo, ha crecido la indulgencia a consecuencia de su innegable popularidad: expresiones como “Cuán gritan esos malditos” o alusiones a la “escena del sofá” forman parte imprescindible de nuestro acervo lingüístico y cultural.
De modo que, diríamos que oportunamente, en este mes “en que los enamorados van a servir al amor”, como reza el antiguo romance, la compañía valenciana L’Om Imprebís nos ha traído un montaje del Tenorio en versión y dirección de Santiago Sánchez, de quien ya en su momento tuvimos oportunidad de ver en esta ciudad un excelente Galileo brechtiano. Uno de los puntos fuertes de esta particular puesta en escena de Sánchez es el empleo de la música: el comienzo de la obra con la vívida inclusión del carnaval de máscaras, con bailes y música popular española interpretados por los actores con gracejo y solvencia, supuso ya un buen presagio que se perpetuó a lo largo de toda la representación; posteriormente, la alternancia de estos elementos clásicos con la música contemporánea del compositor estonio Arvo Pärt –el delicado Für Alina para las escenas de amor entre Don Juan y Doña Inés, el inquietante y contundente Fratres para el encuentro decisivo entre Don Juan, Don Luis y Don Gonzalo– aportó el preciso punto de actualización sin caer en lo anacrónico.
La apuesta de Santiago Sánchez, y en particular de Dino Ibáñez en el diseño escenográfico, por la limpieza escénica constituyó un enorme acierto, en cuanto subrayó la humanísima individualidad de los personajes y la plasticidad del vestuario –muy bien, realmente muy bien, los figurines de Elena Sánchez Canales, partícipes de tradición y modernidad, plenos de color, movimiento y sutileza, y qué inteligente su vestuario de ultratumba–, a la vez que despojó de fárrago conceptual al texto, respetándolo al máximo, no obstante, en todo momento. Una gran tela al fondo proyectaba el cromatismo de las emociones escénicas y asimismo una insinuada vista del Guadalquivir; en el suelo una estructura de paneles móviles permitía el rápido tránsito desde las calles sevillanas a los altos muros del convento o a la mansión de Don Juan; quizá a alguien moleste presenciar la mutación de escenas, aunque en mi opinión la visión de la “carpintería teatral” también tiene su encanto. En la segunda parte, un suelo de losas de mármol sugería con sencillez la frialdad del inminente mundo de ultratumba. Magnífico fue también el trabajo de iluminación de Rafa Mojas y Félix Garma, intensificando la expresividad de cada escena. Hubo en el montaje momentos específicamente reseñables: el baile de máscaras, la escena conventual, el jardín de estatuas.
Del trabajo de actores, muy bien dirigidos por Sánchez, hay que destacar el gran papel de Fernando Gil, que no sólo lleva la mayor parte del peso de la obra, sino que se desempeña con una soltura muy de agradecer. Gil construye un personaje arrogante y soberbio pleno de frescura y espontaneidad, que habla en verso casi por azar, sin que le lastren las ripiosas ristras de Zorrilla. A la arrogancia suma Gil un aura de contemporánea simpatía que torna verosímil su personaje incluso en nuestros días, por no mencionar su planta espléndida, digna de un impecable Don Juan. Alba Alonso como Doña Inés tiene una presencia irregular: sensible, frágil, alígera y brillante en su primera parte –a pesar de algún leve problema de dicción–, decae sin embargo en intensidad y expresión en la segunda. Grandes trabajos también los de Vicente Cuesta como Don Gonzalo, de gran versatilidad entre el desvalimiento y el honor, e Isabel de Antonio, una Brígida alcahueta como la copa de un pino. El resto del elenco no desmerece de los mencionados, debiendo resaltarse a Sandro Cordero como vivacísimo Ciutti y a Gorsy Edu como talentoso Capitán Centellas. Carlos Lorenzo como Don Luis Mejía cumplió adecuadamente, aunque le oscurecieron Gil y Cuesta.
Con su Don Juan Tenorio ha dado muestra L’Om Imprebís de cómo se puede sacar jugo a un texto acartonado y ya manido. Inteligencia, humor y renovación son las bazas con que la compañía valenciana se ha jugado el tipo, y hay que decir que de semejante reto ha salido bien airosa.

Comentarios

Morgenrot ha dicho que…
El Tenorio, nuestro Tenorio, me ha embelesado desde que era niña. Aún recuerdo a Fernando Guillén interpretando a Don Juan, mientras mi tía abuela me balanceaba en brazos en la butaca, de casa.
Desde entonces , no me he perdido oportunidad de ver un Tenorio.
El año pasado lo ví en Noviembre , en Sevilla, en la Iglesia de San Luis de los Franceses. A mí me gustó.
Por lo que comentas con todo lujo de detalle, la representación santanderina es bastante buena.
Quizás sea la utilización del verso lo que más admire o deplore, según el caso.
Y es que cuando está bien montado y representado, es una maravilla.

Saludos y besos fuertes, Ana
Anónimo ha dicho que…
La enjundia de las tradiciones es que, con independencia de su procedencia, sentido o sensatez, acaba uno por acostumbrarse a ellas... Y el Tenorio es una de esas tradiciones que dan pereza pero en la que al final acabamos por caer :-)
Beso, querida amiga.