FASCINACIÓN BARROCA

Este fin de semana ha llegado a la Sala Argenta del Palacio de Festivales de Cantabria el esperado espectáculo Barroco, de Tomaz Pandur y Darko Lukic, uno de los platos fuertes de la programación de esta temporada, y sin lugar a dudas uno de los más ambiciosos. Barroco toma como puntos de referencia principales la célebre novela epistolar de Choderlos de Laclos, Las amistades (o más bien “relaciones”) peligrosas y el texto Cuarteto del gran dramaturgo sajón Heiner Müller, alumbrado en 1980 también a partir de la obra del francés, aunque con un ambiente localizado en la Segunda Guerra Mundial.
En latín, la “fascinación” remite a la seducción que evoca no tanto la fornicación en sí como el sexo del varón en erección (el fascinus). De esa misma y precisa fascinación participa la obra de Pandur y Lukic, en la que la traducción del juego sexual y sus tortuosos vericuetos como campo de batalla no sólo amoroso sino también personal e incluso humano, transcendido, histórico, es ineudible. De idéntico modo, la ambientación en un tiempo barroco que está en plena agonía, dando sus últimos coletazos en la antesala de la Revolución (la “seda que revienta por sus costuras”, como avanza el texto en su presentación), resulta fundamental. En un contexto tan civilizado como decrépito, el ejercicio de la sensualidad más que del sexo deviene entrega intelectual al festín de los sentidos, y así se hermana con la muerte y el desastre; es la letal fascinación que ejerce un mundo que termina. Como es sabido, Sade o Laclos dan término a sus lúdicos devaneos con devastadores y casi proféticos efectos: difusa es la línea que separa “la destrucción y el amor”.
Fascinación y Barroco, pues, son los dos pilares sobre los que se asienta la obra. A ellos habría que añadir una tercera “pata”, que es la de la opresión, la oscuridad. Afirmaba el viejo Eguchi en La casa de las bellas durmientes que es “en la oscuridad del mundo donde están enterradas todas las variedades de la transgresión”. La transgresión a oscuras de los angustiados personajes del Barroco de Pandur y Lukic arrojan un débil y paradójico rayo de luz sobre la torturada finitud del mundo.
Con estos mimbres tan atractivos y complejos tejen su cesto los autores, que se valen de tres personajes para sus propósitos: la Marquesa de Merteuil (transfigurada por momentos en Madame de Tourvel), el Vizconde de Valmont (que asume finalmente el rol de Merteuil) y un tercer carácter, El Navegante, que actúa a modo de viajero maestro de ceremonias o mediador entre la obra y el público. Esta última “bisagra” se antojó algo superflua, por cuanto sus intervenciones resultaron redundantes o escasamente relevantes: lo que ocurría en escena se sustentaba por sí mismo sin necesidad de aclaración; tal vez la aparición del Navegante hubiera estado justificada de haberse tratado de un personaje más profundo, mejor trazado, que hubiese subrayado con más inteligencia la traslación de la tragedia personal y barroca a la tragedia de la Historia (esta última, por cierto, más intuida que evidente). En cuanto a la Marquesa y el Vizconde, se mueven con absoluta soltura dentro de un texto que no es tanto texto como juego: juego con los silencios, con los sobreentendidos, con la poesía de lo que no se dice pero se siente con dolorosa intensidad. En este sentido, es clara la deuda de la obra de Pandur y Lukic con la de Laclos, de la que extractan íntegramente escenas y expresiones; su logro, pues, reside más bien en el manejo de las sugerencias, de los suspiros, de los latidos, de las ansias, de las exhalaciones del amor y del desastre; Barroco entonces, es una obra cuya razón de ser es ser representada. Del Cuarteto de Müller, tan magistralmente preocupado por la caducidad del ideario de Occidente, es poco lo que aparece en este Barroco, a excepción de la inspiración escénica: la estética de asfixiante búnker que planea sobre la acción. Pandur y Lukic, a cambio, aportan otros aspectos interesantes para la reflexión: la concepción de la Historia como “teatro de las bestias” (la vida es puro… y atroz teatro) y el inevitable intercambio de papeles (hombre/mujer, víctima/verdugo) que ha dominado el decurso de los tiempos.
Del montaje presenciado en el Palacio de Festivales no podemos sino resaltar su espectacularidad en todos los sentidos. La escenografía diseñada por Numen es tan versátil como hermosa. Las hormigonadas paredes del refugio se desplazan y adaptan en cada momento a los desolados recovecos de los personajes, propiciando un acerado expresionismo de las figuras sin desechar, en un brillante equilibrio, lo suntuoso. La iluminación espléndida y el vestuario hiperelegantísimo –qué difícil es hallarlo en el teatro: un diez para Angelina Atlagic– reincidieron en la suma exquisitez. Por añadidura, la seductora e inquietante música del grupo Silence y la coreografía de Nacho Duato (que destacó especialmente en el bellísimo enfrentamiento amoroso entre Merteuil y Valmont) convirtieron la escena en un espacio pluriartístico. En resumen, una producción cuidada hasta en el más nimio detalle, sembrada de momentos escénicos de poderosa plasticidad, concebida para disfrutar.
Del trabajo de actores, no cabe sino enfatizar el inmenso papel de Blanca Portillo, que está sencillamente increíble en expresividad y entrega, como ya demostró también el año pasado en Santander en Afterplay. Es de esperar que el molesto sonsonete de “actriz de moda” que últimamente la acompaña (a mi juicio, el cine no le hace favor ni justicia) deje paso al más certero de “actriz de lujo”. Asier Etxeandía no le anda demasiado lejos, magnífico en planta, dicción y trabajo. Chema León fue efectivo y contundente en un papel que, como ya se ha comentado, no ofrecía demasiadas oportunidades.
Es obvio que Barroco no podía pasar inadvertida; tampoco su mensaje intemporal: “Qué tormento vivir y no ser Dios”. En eso estamos.

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