VISTOSA SONNAMBULA

Comienza agosto y, como todos los años, es casi obligada la cita con el Festival Internacional de Santander que, en esta su 56 edición, vuelve a iniciarse, como por otra parte ya es inveterada costumbre, con una jornada operística en función doble. En este caso, un melodrama belcantista par excellenceLa Sonnambula, de Vincenzo Bellini– ha sido el encargado de atacar el arranque del FIS, con representaciones en los días 1 y 3; elección de inicio que sin duda constituirá un notable contraste con la representación de la celebérrima Tosca, paradigma de ópera verista frente al ejemplar belcantismo belliniano, en los días 12 y 14 de agosto (en ambas óperas, por cierto, brilló en su tiempo María Callas con especial relieve, y no deja de ser significativo que en el vestíbulo del Palacio de Festivales se exhibiera el vestido con el que Callas interpretó a Amina en los años 50).
De La Sonnambula cualquier aficionado medio conoce sobradamente su entorno bucólico y amable, su ambiente aldeano muy propio del siglo en que se escribe, más ocupado aparentemente en las exigencias estilísticas que en el desarrollo de una historia con hitos reflexivos importantes. Por otro lado, no debemos perder de vista que la representación primera de La Sonnambula se produce en plena fiebre romántica europea (1831), con lo que el libreto por fuerza hubo de verse impregnado del influjo que este movimiento cultural ejerció sin remisión sobre la mayoría de las manifestaciones artísticas del momento. En este sentido, resultan perfectamente previsibles las menciones a fantasmas y sonambulismos varios: lo sobrenatural, tan del gusto del Romanticismo, se convierte de este modo en ingrediente fundamental del texto de Felice Romani, por lo demás escasamente pródigo en alardes de contenido o en cabriolas intelectuales.
Me gustaría destacar, no obstante, por no ser injusta con el libreto, dos elementos que, intencionadamente o no, resultan modernos y atractivos dentro de la concepción general de la obra: me refiero a la incorporación del sueño como protagonista de pleno derecho, por un lado, y por otro al tratamiento y derivaciones resultantes del ejercicio del poder, con su consecuente repercusión sobre las masas. El sueño, y lo que se llega a hacer y a creer durante su experiencia, constituye un punto de inflexión importante en la ópera, y de paso, una propuesta de reflexión no desdeñable: ¿qué es más real, lo que soñamos o lo que vivimos estando despiertos?; ¿qué es más peligroso, vivir únicamente en el mundo real y desdeñar los sueños o pensar que lo soñado puede tener una traducción terrenal?; y si es que llega a producirse en algún caso confusión entre ambos territorios, ¿cómo se resuelve esa espinosa dualidad? No puedo evitar que me venga a la cabeza la célebre sentencia de Novalis: “el mundo se vuelve sueño, el sueño se vuelve mundo”. Y no deja de resultar extraño que la resolución del conflicto en La Sonnambula se produzca precisamente en un pasaje en que sueño y mundo se confunden: Elvino se aproxima a Amina y renueva su compromiso desde su posición de hombre plenamente despierto, mientras Amina habla con Elvino sumida en lo más hondo de su sonambulismo. Un toque de atención, tal vez, para concluir que lo onírico y lo real deben rastrear un punto de encuentro, y que sólo en ese punto es posible la felicidad y la plenitud del Hombre.
En cuanto a la concepción del poder que se desprende de la ópera, en principio sobresale la presentación casi lopesca del papel del Conde: como el Rey en los dramas de Lope, el Conde encarna el poder absoluto e infalible en el entorno aldeano, es el último recurso cuando la sensatez no halla acomodo, y sus enseñas son la honradez y la autoridad. Sin embargo, estos referentes bien propios del Siglo de Oro se invisten de absoluta modernidad en su relación con la masa: el coro no ejerce en realidad papel de conciencia en la ópera, sino que está sujeto a los vaivenes de opinión de los personajes con más relevancia en el escenario (es decir, Elvino por su dinero y el Conde por su categoría moral). Así pues, la riqueza y la autoridad son los motores que se alternan en la inducción del comportamiento del coro, desprovisto de criterio e, incluso, de principios sólidos. Un tímido atisbo de los caracteres de la masa contemporánea.
El montaje La Sonnambula realizado por el bonaerense Hugo de Ana se hizo en la pasada noche merecedor de todos los elogios, con una sencillez no exenta de belleza y detallismo. El planteamiento escénico gozó por igual de delicadeza y funcionalidad. Los propios telones de transición entre escena y escena resultaron elegantes y sugestivos, con una transparencia que permitía traslucir el decorado matizándolo. Una estructura rígida y aérea en la parte superior articulaba la disposición de los objetos escénicos, al tiempo que permitía la inclusión adicional de elementos técnicos (proyección y superposición de imágenes, etc.); esta estructura se complementaba con una muy lograda representación del entorno campestre, presidida por un árbol que variaba en frondosidad y coloración conforme a las exigencias de la obra, un fondo en permanente mutación gracias a una serie de proyecciones y cambios de luz y una superficie que semejaba muy bien el tacto de la hierba. Varios fueron los momentos realmente acertados del montaje, aunque destacaría específicamente dos: el momento en que el Conde narra su paso pretérito por el pueblo, ilustrado con una serie de imágenes proyectadas en un círculo a modo de visor de catalejo; y, sobre todo, la bellísima escena segunda del primer acto: la ambientación fantasmagórica de la intervención primera de la sonámbula y el descubrimiento del supuesto pecado por parte del coro, con la transformación del lecho impuro en espejo delator, resultaron sencillamente deliciosas. También el uso del carro de flores en la parte final, y la proyección de las imágenes de la sonámbula en su segunda intervención parecieron de una belleza plástica importante. En cuanto a la dirección escénica, también fue de alabar la ubicación y naturalidad de los personajes.
Una lástima que, como no es infrecuente en el FIS, los rótulos que subtitulaban la ópera desaparecieran completamente en todo el primer acto, y que incluso un incongruente logo de Windows planeara de modo un tanto surrealista sobre las evoluciones amorosas de Elvino y Amina. En el “debe” de la ópera cabría citar también algunas de las voces, que no estuvieron a la altura deseada y esperable; pienso expresamente en los papeles de Amina (la demasiado joven Diletta Rizzo) y Lisa (Sandra Pastrano, con una voz zarzuelera y en ocasiones estridente); en cambio resultaron gratos Elvino (Shalva Mukeria) y el Conde (el ya casi inevitable Roberto Scandiuzzi, que parece afiliado a las representaciones del Festival).
En resumen, una jornada agradable que llegó a buen puerto, sobre todo, por el específico buen hacer de Hugo de Ana. Esperemos que su siguiente intervención perpetúe esta sensación.

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