DIVINO TERROR

Con el aval del Premio Internacional de Teatro Ricardo López Aranda recibido en 2003, se ha estrenado en Santander, de la mano de La Machina Teatro y con dirección de Etelvino Vázquez, la obra Tu Ternura Molotov, del dramaturgo venezolano Gustavo Ott. La pieza, a todas luces inscrita en ese pantanoso territorio de la tragicomedia, ya había sido representada en diversos escenarios de Hispanoamérica, pero finalmente ha visto la luz en nuestra ciudad, gracias a la colaboración del Ayuntamiento de Santander, en el escenario de la calle Bonifaz.
La obra, fascinante y difícil, lo es precisamente por su propio planteamiento: hacer que todo el desarrollo escénico y conceptual gire en torno a dos personas en un único espacio, en una suerte de duelo interpretativo casi a puerta cerrada –aunque propiamente no sea un “duelo” de protagonista versus protagonista, dado que ambos van contribuyendo sucesiva y alternativamente a la construcción de la acción y de los diferentes mensajes que se exponen–. Como excepción a este planteamiento se insertan tan sólo dos escenas en que ambos intérpretes se aíslan de su compañero respectivo, hablando en un aparte al público –¿o a ellos mismos?–, y así mismo una aparición fugaz de un tercer y enigmático personaje que es el supuesto detonante de la tragedia y al tiempo la encarnación de lo que está más allá del tiempo, de la moral y de lo real.
Si algo debe decirse de la representación de ‘Tu Ternura Molotov’ es que estamos ante una obra equilibrada en lo que se refiere a texto y montaje; quiero decir que tanto uno como otro son decididamente relevantes y se precisan mutuamente (algo que parece obvio pero que, por desgracia, no siempre se produce en las propuestas escénicas que presenciamos), y de esa correspondencia, de esa compenetración, de esa traducción concreta de esta obra específica a las tablas, ha surgido un espectáculo arriesgado, comprometido, provocador, inteligente y muy, muy atractivo.
En la presentación en prensa de Tu Ternura Molotov se ha incidido en varios de los que son algunos de sus temas capitales: los terrores de la sociedad contemporánea ante la multiculturalidad, la crítica al acomodaticio estatus burgués, la doble moral asentada en las sociedades más prósperas y, a nivel personal, los complejos vericuetos de la convivencia y el perdón en las relaciones de pareja. Todos estos asuntos se encuentran perfectamente definidos en la obra y, sin embargo, se me antoja pensar que hay algunos otros no mencionados pero igualmente importantes, tal vez emboscados tras explicitudes escénicas menos evidentes y, sin embargo, con idéntica o mayor contundencia y significación, si cabe. En este sentido, parece oportuno resaltar que Gustavo Ott no deja al azar ni uno solo de los elementos que conforman la obra, y que, desde luego, no da puntada sin hilo en ninguna de las menciones que introduce, por tangencial o circunstancial que éstas puedan parecer.
La primera escena de Tu Ternura Molotov nos perfila a unos personajes un tanto histriónicos, caricaturescos, inmersos en un diálogo “de locos”. Daniel, en su regreso a casa, ha visto ovnis mientras circulaba a 180 kms/h por la ciudad; detenido por un agente, arregla la situación apelando a su influencia profesional como abogado de un prestigioso bufete; ya de vuelta, le asalta la idea de la existencia de Dios. Mientras le narra todo esto a su esposa Victoria, ésta realiza los preparativos para mantener relaciones sexuales en el momento más propicio para concebir un hijo. Aparte de la denuncia obvia de la superficialidad y la corrupción, hay tres elementos fundamentales que explicarán todo el desarrollo posterior de la trama: los ovnis como elemento fantástico, meta-real, de las propias aspiraciones; la velocidad desmesurada como desdén hacia el tiempo y sus consecuencias; y Dios como apelación a una idea no tanto trascendente como de justicia (de justicia más allá de lo terreno, porque en la tierra las peculiares circunstancias la hacen inviable).
Sobre estos pilares, la obra va avanzando desde un ambiente de comedia estomagante, en que los personajes irritan al espectador por su insultante vaciedad, hacia una tragedia cada vez más densa y opresiva, en que las pulsiones más hondas de los protagonistas afloran, y entonces nos sobrecogen. En los dos apartes con que Daniel y Victoria nos ponen al corriente de su actividad en el pasado, queda bien claro que ambos son responsables, con pleno conocimiento, de crímenes horrendos, a pesar de que, con sobrada indulgencia, se autoexculpan. Sin embargo, la etérea idea de Dios que recorre la obra de Ott da a cada quien su merecido: la imposibilidad de concebir de Victoria y Daniel está evidentemente relacionada con las muertes inocentes que han inducido previamente, es una esterilidad derivada de una suerte de “pecado original”, del mismo modo que los paquetes postales que ambos reciben justo en el momento en que se encuentran en pleno jugueteo sexual funcionan como un toque de la divinidad, el mazazo que un ser supremo envía quince años más tarde para colocar las cosas en su debido lugar, para evitar que la velocidad de los días y el olvido dejen impune el horror.
De semejante planteamiento no puede quedar excluida la violencia. La violencia sustenta, en la obra del venezolano, las relaciones de pareja. Victoria y Daniel no se aman: en realidad, se desprecian. Cuando la trama empieza a complicarse, se insultan sin decoro y se hieren físicamente. Y el sexo, entonces, aparece con intensidad inusitada como forma de dominación, de canibalismo atroz. Daniel y Victoria albergaron en algún tiempo, ciertamente, otros deseos (los ovnis de Daniel como luces de una vida más humana, la lectura en Victoria como símbolo de una vida más pura y más plena). Pero ahora es sólo el tiempo del cinismo arrasador, y la selva la morada de esos sueños devorados.
La puesta en escena de semejante complejo de asuntos y sensaciones constituye todo un reto que La Machina ha sabido solventar con su profesionalidad habitual, y en ello han tenido un papel esencial lo mismo el director ya mencionado, Etelvino Vázquez, como el ayudante de dirección, Francisco Valcarce, de quien se aprecia la huella evidente –y sabia– en la concepción del montaje. Jugando con paneles semitransparentes, con escalones y con lámparas que los protagonistas apagan y encienden, se logra una plasmación inteligente de los diferentes niveles de realidad/sueño – pasado/presente que va desgranando el texto dramático, así como de las múltiples personalidades que van asumiendo los personajes implicados. La mesa apartada, con un flexo, funciona perfectamente como peculiar mesa de interrogatorio y confesión, y la música es otro elemento que se emplea para delimitar tiempos y estados de ánimo. El diseño de la iluminación, a cargo de Víctor Lorenzo y Etelvino Vázquez, es elegante, certero y pleno de significaciones, con una importancia sigilosa pero fundamental, casi como una banda sonora. De los actores, Laura Orduña y Jon Ariño, cabe resaltar especialmente la labor del segundo, en su justa medida de ironía y angustia combinadas, en tanto que en Orduña, aun siendo su papel de notoria dificultad y amplitud de registros, se echa en falta una cierta dosis de mesura de dicción y gestual, en especial en la primera mitad de la obra.
Finalmente, como en un bucle, el matrimonio ventila sus terrores con una conversación de escasa monta. Pero cuando nos levantamos lo sabemos, y tememos que quizá, en algún momento, llegue a ocurrirnos lo mismo; aquello que, en Reunión de amigos, escribió José Emilio Pacheco: ''Ya somos todo aquello/ contra lo que luchamos a los veinte años''. Gustavo Ott y La Machina lo han dejado bien, pero que bien patente.

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