POÉTICA

Reflexionar sobre la naturaleza de lo que Lledó ha llamado “prodigiosa y misteriosa variante del lenguaje”, esto es, sobre la poesía, y más en concreto, sobre su naturaleza conceptual, resulta complejo y hay quien diría que hasta estéril. El asunto adquiere tintes totalmente confusos si admitimos que una poética tal vez encuentre su máximo sentido sólo al ser edificada por los lectores, y más aún, por cada lector en concreto. Ello es así posiblemente porque el escritor mismo no puede mantenerse al margen de su propio “laboratorio”, como creo que con acierto ha definido Bruno Mesa al recinto intelectual en que la poesía se incuba: el poeta sabe demasiado de formulaciones químicas y combinaciones y hallazgos y derrotas como para ser objetivo en la evaluación de aquello que presenta al público –o mejor, como antes dije, a los lectores.
Con frecuencia ocurre que el primer contacto real con la poesía no acontece de forma paralela al primer roce físico, material, con el verso, sino que esta suerte de comunión puede producirse en otro momento cualquiera, para el cual el sujeto ni siquiera estaba preparado. En mi caso concreto, este encuentro sobrevino por la tenue mediación de Homero. En aquella circunstancia de mi extraordinaria y añorada ingenuidad lectora, no puedo precisar si a mis diez u once años, me cautivó con viveza la descripción del enfrentamiento, en universos vitales y conceptuales, de los dos personajes principales de la Ilíada. Me refiero, como es lógico, a Héctor y Aquiles, pues en esa historia Menelao, Helena, Paris y el resto de la horda que por allí transita tienen nada o poco que decir. Pues bien, en el canto XXII de la citada obra toma forma la contraposición definitiva de ambos caracteres, contienda de la que resulta el sacrificio del ideal filosófico encarnado por Héctor. Hay en especial un verso fugaz que perfila a la perfección el instante exacto del deceso del troyano; dice Homero de Héctor que, tras la lanzada que le asesta Aquiles, “se le desmayó el alma”. Por aquel entonces me fascinó el hecho de que desmayarse pudiese ser una de las múltiples formas de morir, o más aún, pensar que la muerte era sólo eso en realidad, algo tan elegante y sutil como un desmayo leve. Fue así como intuí que ese descubrimiento prodigioso podía operarse únicamente en un terreno singular, acotado por palabras esenciales, llamado tal vez poesía. Porque responder con un desmayo del espíritu al prosaico golpe de una lanza es ir mucho más allá de la literatura.
Después de este hallazgo fortuito y feliz, es decir, después de Homero, vinieron otros muchos. Y después aún mi incursión misma en este ostracismo voluntario, en este destierro provocado de la intimidad. Destierro incruento, sin embargo, pues el acto poético no me supone, como a algunos, “el precio de no saber vivir” –según el verso de Pacheco–, sino simplemente lo contrario: esto es, la moneda que he escogido pagar por estar viva, igual que los antiguos la tenían que pagar por estar muertos.
Volvemos entonces al principio. Reflexionar sobre la poesía, cuánto más sobre la propia, es un ejercicio ego(t)ista. Quizá llevemos demasiadas décadas reflexionando meta y paraliterariamente, pudiendo emplear todo ese tiempo en la lectura, que, por supuesto, es lo auténticamente importante en la escritura.
¿Y el poema? Pues es la derrota (unas veces real, otras frustrada) del tiempo. Ocasión memorable para la cual debe encontrarse vestido de gala. Por si el éxito. De ahí la belleza formal imprescindible. Robada al secreto que sólo la poesía penetra y desmenuza. Secreto: infamia, sordidez, esencia, hermosura inacabables de la vida latiendo en un poema.
El resto todo es silencio, emoción y un lector a media luz.

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