LAS HORAS DE VIRGINIA


Hace poco más de sesenta años que se produjo el lírico suicidio de Virginia Woolf, el definitivo, en realidad, después de varias tentativas a lo largo de su vida. Encauzar la senda de la existencia puede ser, tal vez, menos complicado que controlar el curso de la propia muerte. Virginia se abandonó sin alharacas, acabó sus días en silencio, y hasta podríamos decir que hermosamente, si no fuese terrible su imagen de mujer adentrándose en el río, las piedras en sus bolsillos como pesado aval contra el fracaso. El cadáver de Virginia hubo por fuerza de aflorar al remolino de las aguas en la misma traza en que lo hizo aquel cuerpo yacente de Ofelia, retratado –eternizado– por John Everett Millais: en el lienzo del inglés decimonónico (reprobado, por cierto, por un más que torpe Ruskin), la belleza aparece superpuesta al horror de la tragedia sin negarle su sentido más profundo.
Virginia Woolf siempre se había mostrado hechizada por el movimiento de las aguas, que constituyen una presencia constante en su obra. Un movimiento, además, que preside hasta los designios más insignificantes de la vida (como ocurre en ‘Las Olas’ y en ‘Al Faro’), que suscita la reflexión y la rebelión (así en ‘Una Habitación Propia’) y que es susceptible de evocar la carrera final hacia la muerte (¿quién no recuerda aquella estremecedora escena de ‘La Señora Dalloway’, en que Clarissa, asqueada por el suicidio del joven militar que enturbia con su acto la alegría de su fiesta, compara la defenestración del capitán Warren Smith al arco descrito por el chelín que ella arrojó en una ocasión a las aguas de la Serpentine?). La propia stream of consciusness, hallazgo literario que, definido médica y técnicamente por James (hermano de Henry), va perfilando los personajes de Virginia Woolf, tiene algo de corriente de agua que saca a flote las sensaciones y los temores más celosamente escondidos.
En estos días acontece el estreno de la película ‘Las Horas’, dirigida por Stephen Daldry –con música de Philip Glass como aliciente añadido–, que toma como fondo argumental la personalidad de Virginia Woolf. La película se basa, a su vez, en la novela del mismo nombre de Michael Cunningham, quien traza una extraña conexión entre las vidas de tres mujeres distintas y distantes en tiempo y vivencias, no en sentimentalidad.
‘Las Horas’ –no sé si alguien en algún artículo o crítica sobre la película lo habrá notado, yo no me he dado cuenta– fue precisamente el título provisional que iba a recibir en un principio ‘La Señora Dalloway’. El de ‘Las Horas’ era un título absolutamente apropiado por tema y por contexto para la obra woolfiana, dado que retrataba la cotidianidad de una dama londinense de los años 20 en el transcurso de unas horas, pero sobre todo porque constituía una suerte de remoto paralelismo de planteamiento con el ‘Ulises’ de James Joyce, que se desarrolla –como es bien sabido– en el curso de veinticuatro horas. Este paralelismo, en todo caso, no era casual: por su diario, sabemos que Virginia Woolf –al margen de que estuviese a punto de publicarlo en la editorial que mantenía con su esposo– conocía perfectamente el ‘Ulises’, y que le agradaba y repelía a la vez. Por encima del ‘Ulises’, ‘Las Horas/La Señora Dalloway’ exhibe, dentro de un mayor convencionalismo formal que aquél (o tal vez con una renovación menos estrepitosa), una exquisitez y al tiempo una crudeza de percepción y exposición, que sólo puede brotar de la pluma refinadísima de una mujer como Virginia Woolf.
Esperemos, en todo caso, que la película ‘Las Horas’, no se quede en la tan fácil imagen de la Virginia fragmentada y lánguida, la Virginia depresiva, la Virginia aristocrática post-victoriana. Esperemos que sepa rescatar a la mujer que clamaba ante las jóvenes de la Sociedades Literarias de las Universidades de Newham y Girton que la excelsitud literaria femenina sólo puede encontrarse cuando se dispone de la independencia proporcionada por quinientas libras de renta y una habitación propia; a la mujer que maldijo a las bibliotecas de Oxbridge y del Museo Británico por sus normas y restricciones; a la mujer que, valiéndose de la voz de la ficticia Lady Rosseter, llegó a escribir: “¿Qué importa el cerebro, comparado con el corazón?”.

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