AUBREY BEARDSLEY. Tinta y provocación

Hay unas manos refinadas y sutiles, estilizadas y elegantes; hay unas manos "art nouveau". Hay un hombre desolado en blanco y negro. Hay el terror en finas líneas y hay tiras exiguas de tela en torno a un cuerpo, que lo amarran a un madero y lo mantienen rígido. Hay ratas, ratas sobre la cabeza de ese hombre que no duerme, ratas corriendo por entre la carne que la tela deja al aire, ratas grandes en montones, remolinos, ratas a un costado que se ceban en un cuenco de comida miserable para el hombre desahuciado. Hay un fondo de arabescos, lujo irónico en la escena medieval. Y hay un péndulo, un péndulo que oscila sobre el cuerpo que espera, un péndulo a distancia aún y descendiendo.
Hay un cuento en el que un hombre es detenido por la Inquisición. Hay un cuento en el que un hombre es arrojado a un pozo tras el correspondiente auto de fe. El hombre es sometido al hambre y a la sed, a las alucinaciones producidas por el miedo y las carencias; el hombre es sometido a ver el mal. Suspendido sobre el pozo hay un péndulo paciente, que baja poco a poco hasta un destino conocido.
Hay un cuento de Edgar Allan Poe de nombre previsible: El pozo y el péndulo. Y hay un joven dibujante de pluma díscola y certera: Aubrey Beardsley. Leer a Poe sin ver al tiempo a Beardsley es sacrilegio. Beardsley es la traducción visual perfecta del universo barrocamente atribulado de Edgar Allan Poe, pero es también la imagen hecha tinta de su propio interior barrocamente atribulado. Las manos del hombre en el pozo son, por supuesto, las manos mismas de quien lo dibuja, aquellas manos que llamaban siempre la atención de los amigos: las manos tensas y alargadas de Aubrey Beardsley.
Desarrollar una existencia atormentada bajo la era Victoriana no parece una tarea demasiado complicada. En realidad, muchos eran los compañeros de fatigas que se podían encontrar en el camino. Pero el joven dandy de Brighton fue precoz en la elección de semejante senda, tanto como lo era en el talento; un talento integrador que no era ajeno al propio curso de su vida, corta por demás.
Aubrey Vincent Beardsley murió en fecha significativa -1898-, en París y por tuberculosis, a tres años del deceso de Victoria y a tan sólo veinticinco de su propio nacimiento. Breve periodo que resultó, no obstante, suficiente para trazarle una fama de iconoclasta cínico y provocador que no tuvo tiempo siquiera de abandonar, aunque llegara a desearlo.
Un juicio decisivo y extraordinariamente favorable de Edward Burne-Jones -figura central del “Arts and Crafts Movement”- sobre sus ilustraciones colocó a Beardsley ya con diecinueve años en un itinerario sin retorno. Estéticamente, Aubrey Beardsley era deudor del "Art Nouveau" y del Decadentismo, pero también de la figuración medieval y del arte japonés. Estos dos últimos influjos en concreto se perciben con meridiana claridad en sus trabajos iniciales, y progresivamente se van morigerando y depurando hasta casi desaparecer. La incursión en el Decadentismo supuso para Bearsdley su adscripción inmediata a un subgrupo de excluidos, fustigados por las normas de la sociedad más comme il faut. Condena ésta que no se detenía en el ámbito británico, sino que trascendía a un escenario genérico europeo. "Le Figaro", por ejemplo, llegó a designar a las dos criaturas más viles del momento en las personas de Aubrey Beardsley ("ese inglés obsceno") y Félicien Rops (señalado como "belga artero"). Su interés por el erotismo fundamentalmente femenino y su exposición descarnada de la carne (si la paradoja se permite) les valió tan distinguida consideración.
En el caso de Beardsley, su propia actitud personal, jalonada por hechos como la ambigua convivencia con su hermana Mabel (lo que le supuso la acusación formal de incesto) en su extravagante casa de Pimlico con paredes en naranja y negro, o su estrecha relación con Oscar Wilde (a cuya detención Beardsley se vio privado de su ocupación como editor en El cuaderno amarillo), contribuyó a alimentar desmedidamente la leyenda de personaje licencioso. Si a ello se une su propio quehacer artístico, ligado a la ilustración de obras decididamente tan polémicas como pudieran serlo, verbigracia, la Salomé del mismo Wilde o la Lysistrata de Aristófanes (atraído Beardsley como estaba por el sofisticado y sugestivo erotismo de las figuras de la Grecia Antigua, que transforma en manifiestamente fálicas y hasta groseras), no es de apuntar sino que todo era propicio, en el delicadamente artificial contexto victoriano, a la controversia y al escándalo.
Tras perder su trabajo en la publicación El cuaderno amarillo, y a escasamente un año y medio de su muerte, inicia una nueva aventura editorial, El Savoy, donde no sólo ilustra sino que también da rienda a su faceta de escritor. En concreto, inicia en ese marco una serie por entregas que titula Venus y Tannhäuser, explícita reivindicación de las más diversas formas de erotismo como abierta rebelión contra el medio social circundante. En los meses subsiguientes, además, prosigue con la realización de trabajos gráficos para Alexander Pope y con la ilustración de obras tan significativamente transgresoras como las Sátiras de Juvenal, Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos o el Volpone de Ben Jonson.
Sin embargo, estos últimos proyectos quedarían inconclusos. Su tuberculosis se agravó notablemente, con frecuentes hemoptisis. Por añadidura, muy pocos meses antes de su muerte, quizá en una precaución insospechada de su ética tan laxa, Beardsley se vuelve hacia el catolicismo, renegando al tiempo de su obra (que califica como "sucia") hasta el punto de expresar su deseo de quemarla. Un cierre extrañamente irónico y conservador para una vida breve pero intensa y para un quehacer coherente tan beligerantemente sostenido.
En todo caso, sería erróneo pensar que esta faceta expansivamente sensualista de Aubrey Beardsley constituyó la única dimensión de su trabajo. La muerte y el amor como temas trascendentes fueron también glorificados por su pluma, y la alegoría reflexiva está presente en muchas de sus obras. Sus trabajos para Poe son quizá la mejor muestra. Por otra parte -last but not least- el cuestionado pero indiscutible éxito de Beardsley radicó tanto en su indisciplina moral como en su profesional adaptación a los nuevos procesos de reproducción fotomecánica que por entonces se estaban implantando. Beardsley tuvo la habilidad de adaptar su propia técnica dibujística a un sistema que difundió en miles de copias su trabajo; con la anécdota añadida de que, al presentar todas las copias idéntica calidad gráfica, el propio autor se vio obligado a introducir pequeños errores en sus originales, para así poder distinguirlos de las reproducciones.
Aubrey Beardsley supo fijar una estética perenne y absolutamente original, aun a pesar de las herencias que evidencia su obra artística. La prueba de ello está en los seguidores que sus trazos alentaron, tan explícitamente devotos que en muchas ocasiones resulta difícil escindirlos. Harry Clarke encarna con seguridad el ejemplo más obvio; algo menos Arthur Rackham. Ambos quisieron ilustrar a Poe, como póstuma pleitesía. Es natural. Bella y lúdica la intensidad en sus líneas curvas, Beardsley inscribió con negra tinta en ellas la sin par fascinación de la provocación.

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