ENFERMEDAD O APOCALIPSIS

Decía Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas que “La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía: la del reino de los sanos, y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”. Ese doble visado al que Sontag se refiere se puede gestionar individualmente o, por el contrario, puede verse secuestrado de manera colectiva, instaurándose una dictadura de la enfermedad que priva a los ciudadanos de sus derechos y fuerza la aparición de comportamientos anómalos en el cuerpo social. Esa dictadura de la enfermedad siempre ha sido una baza en manos del poder para justificar las restricciones, los abusos, la escasez sobrevenida, incluso un maleficio inexplicable y punitivo que se abate sobre las comunidades obligándolas a cuestionarse sus principios más elementales. En esa noche contaminada proliferan las preguntas sin respuesta que confinan a la población enferma en la retroalimentación del desastre. Es el enigma de la Esfinge en el camino de Tebas.
En la Antigüedad y en la Edad Media la enfermedad preponderante era la peste: la peste que en la Ilíada asola a los aqueos tras nueve años de guerra con los troyanos, la peste que devasta Atenas en el siglo V en apenas ocho días (para la que Lucrecio busca menos las soluciones que las causas), la peste de la época de Justiniano que describe Procopio, la peste que diezma Europa ya en el XIV (de la que la élite intelectual y vitalista se refugia a las afueras de Florencia, siempre según el placentero relato de Bocaccio). Posteriormente, ya en las puertas de la modernidad, la enfermedad adquiere otro lustre. Seguramente Thomas Mann es en parte responsable de esta visión menos peyorativa en la minuciosa construcción filosófica que realiza en La montaña mágica, donde transforma un lujoso sanatorio de tuberculosos en espejo simbólico del mundo. Citando a Nietzsche cuando decía que “el hombre es un animal enfermo”, deducía Mann que en la enfermedad yacía la dignidad de la persona y que el genio de la enfermedad era más humano que el de la salud. Apelando al ejemplo del tísico Schiller y del epiléptico Dostoievski, Thomas Mann encontraba en la enfermedad de ambos “una nobleza, una distinción que significa profundización, elevación y refuerzo de la humanidad, atributo de un humanismo más elevado”. En su novela el personaje de Naphta, jesuita que encarna el romanticismo más irracionalista, llegaba a afirmar: “La enfermedad es perfectamente humana, pues ser hombre es estar enfermo”.
Ya en nuestro siglo, tan descreído, las afecciones se han desprendido de ese allure y han vuelto a cobrar paradójicamente una dimensión dogmática, por no decir apocalíptica. En esta época en que el ser humano desafía con insolencia el curso del tiempo con terapias, gimnasios, operaciones y ficciones varias, la imagen impone su imperio sin dejar espacio a la posibilidad de la fragilidad. De modo que cuando esta acontece, se produce algo bastante parecido a una catástrofe. Del imperio de la imagen propia bebe, como es consecuencia lógica, el imperio de la imagen a la escala máxima, esto es, el cine, que contribuye a difundir de modo inexorable los efectos de las enfermedades sin control. Lejos quedan hoy las reflexiones delicadas y en cierto modo introspectivas surgidas al amparo de la contemplación de la histórica maladie, como quizá encarna de modo supremo Antonius Block en El séptimo sello en su medieval partida de ajedrez con la dama decisiva (Ingmar Bergman, 1957). Pocos años antes se había abordado de un modo bastante novedoso la difusión de una peste más moderna, introducida en Nueva Orleans por un emigrante: Pánico en las calles (Elia Kazán, 1950). Con posterioridad, ya a partir de la década de los 90 –con cintas un tanto aparatosas como la futurista 12 monos (Terry Gilliam, 1995) o la más pedestre Estallido (Wolfgang Petersen, 1996)–, y sobre todo ya a partir de los 2000, han comenzado a gestarse un nuevo miedo, y así han dado en proliferar las reconstrucciones de pandemias indomables, de virus extraordinariamente agresivos y devastadores, de ciudades que quedan desiertas o en poder de seres mutantes y malignos; todo ello junto a la incertidumbre del origen de estas “pestes” que en nuestro tiempo tecnologizado adquieren categoría sobrenatural… o sospechosamente sofisticada por una aviesa intervención de los poderes fácticos, siempre al acecho. Esa paranoia está en Resident Evil (Paul W. S. Anderson, 2002, en el terreno del videojuego), en Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006, con un enfoque poco lineal, de hiperrealista ciencia-ficción), en Contagio (Steven Soderbergh, 2011, alarmantemente similar en su origen y desarrollo al del fatídico coronavirus que hoy nos cerca) o en Guerra mundial Z (Marc Forster, 2013: y llegó el apocalipsis). A las dimensiones desproporcionadas del hecho de la enfermedad que la filmografía refleja, se suma la traslación desmedida del pánico que surge en cualquier comunidad al imponerse las medidas más estrictas de control; un pánico que al mismo tiempo es metáfora de las prisiones humanas: así se aprecia, por ejemplo, en A ciegas (2008, Fernando Meirelles, en adaptación despolitizada de la novela de José Saramago, Ensayo sobre la ceguera), donde las arbitrarias decisiones de contención de una epidemia cargada de connotaciones paralelas desembocan en el caos.
Si la población se ha acostumbrado en cierto modo a la indefensión creada por la eclosión mediática del terrorismo, tal vez es tiempo de inocularle nuevos miedos para volver a palpar la sensación: la de que el apocalipsis siempre acecha a la vuelta de la esquina y que la vida es un extraño don efímero y, sobre todo, maleable.