ENIGMA (PESSOA) INDESCIFRADO

Hay ocasiones en que al teatro no le sienta bien la máscara, por emblemática que esta pueda ser, y tal fue la sensación que se obtuvo de la representación en el pasado viernes, dentro del contexto de la XXX Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo, de Enigma Pessoa, montaje de Pablo Viar a partir de poemas, textos diversos y cartas del poeta portugués.
A pesar de contar con un buen punto de partida y con el desempeño de dos buenos actores –David Luque como Pessoa y Emilio Gavira en el papel de múltiples personajes desdoblados– la propuesta no logra cuajar, básicamente por dos defectos esenciales: la reiteración de recursos y la insuficiencia en el acercamiento al poeta de Lisboa. Si Pessoa es el escritor de las mil caras, como ya avanzara su apellido y sus caleidoscópicos heterónimos se encargaron de sustanciar, lo cierto es que Viar nos ofrece una perspectiva muy plana del poeta, limitándolo a un ser de escasos movimientos y emociones, con una voz monótona y sin apenas vivencias, cuando en realidad fue un personaje terriblemente atormentado y con multitud de recovecos ideológicos e identitarios. Pessoa era un ser frágil en perpetuo conflicto con el mundo y consigo mismo, pero también era la figura constante en el café "A Brasileira", el espíritu inquieto y profundamente culto que oteaba en el horizonte del Tajo a los clásicos, el hombre en la encrucijada política de la dictadura salazarista, el corazón partido entre la insatisfacción del amor convencional y la transgresión homosexual, la sombra devorada por la cirrosis con apenas 47 años, cuyo último gesto fue alargar la mano hacia los lentes que reposaban en su mesilla de hospital. Todo eso y mucho más nos sustrae la propuesta de Pablo Viar, y no por falta de tiempo –se toma una larga hora y media del nuestro– sino por la apelación continua a la repetición de fechas sin sentido (pues luego no se desgranan sus referencias), a la selección de textos no siempre significativos, a la evocación de situaciones que no aportan elementos sólidos, a la recreación de vueltas y revueltas en silencio y sin trascendencia real para el desarrollo de la acción.
La escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda es sucinta pero muy efectiva (y bien iluminada por Carmen Martínez), y tienen en el ella un papel relevante las proyecciones de Tucker Dávila Wood, muy comedidas y acertadas, nada invasivas. El programa de mano no nos informa de la selección musical ni de su responsable, pero alberga un papel importante en el desarrollo de la acción, y de hecho salva alguna que otra escena excesivamente morosa. Bien está también el vestuario y la caracterización de personajes. Bastante menos nos gusta ese recurso casi constante a la voz superpuesta que recita el texto mientras David Luque deambula representándola en el escenario: nos priva de la voz directa del actor y resulta artificial.
La propuesta de Viar juega en todo momento con lo lírico, a veces de una manera demasiado descafeinada, demasiado confusa y superficial. Lo simbólico también posee su peso –el frustrante maniquí femenino, el baúl que contiene todas las paradojas del poeta– y se echa en falta un mayor trabajo en esa línea. Lo cierto es que, aunque hubo intención, el enigma, acaso indescifrable, de Pessoa no se desveló.