Por su dura
temática y por lo poético y hondo de su discurso, el libanés-canadiense Wajdi
Mouawad se ha convertido en uno de los dramaturgos más apreciados de su
generación. La obra Incendios forma parte de su tetralogía La sangre de las
promesas, y ya mereció atención cinematográfica en 2010 por parte de Denis
Villeneuve, quien dirigió una espléndida cinta cargada de horror y honestidad.
Tal vez
Incendios, como obra, adolece de excesos y de encuadre borroso. Es tal la
cantidad de espantos que acumula que finalmente perdemos un poco de vista la no
baladí tragedia de fondo: el conflicto cristiano-musulmán en el Líbano. En
Incendios prevalece la inconmensurable devastación personal, algo que también
se percibe en el resto de la tetralogía, que bebe directamente de la tragedia
griega, de Shakespeare e incluso de El idiota de Dostoievski, referencias
todas ellas atravesadas por la idea de la pérdida de las raíces familiares y la
necesidad de hallarlas aun a costa del espanto y el dolor.
En el
montaje que dirige Mario Gas sobresale la atinada y efectiva escenografía de
Carl Filion: un muro negro central sobre el que se proyectan (por una vez con
exquisito gusto: bravo por Álvaro Luna) imágenes que nos van situando con
sobriedad y acierto en el desarrollo de la historia. A los lados, dos espacios
enarenados sirvan para complementar las idas y vueltas de los personajes en sus
búsquedas. Desde el punto de vista de los actores encontramos luces y sombras;
esencialmente, una cierta desigualdad en el desempeño de los diferentes papeles
asignados a cada actor (21 personajes repartidos entre 8 intérpretes). Nuria
Espert, frente a su norma y a pesar de lo escabroso de su papel, se mostró
comedida en líneas generales —salvo en el episodio de la anagnórisis—, lo que
fue de agradecer. A Ramón Barea, gran actor, se le vio desubicado en su papel
de notario, incluso con fallos de texto, mejor en el resto de roles. De Álex
García es muy olvidable su Simon, y crece como guía, cuando no le acomete el
histrionismo. Alberto Iglesias se desempeña bien en los quizá menos agradecidos
papeles de la obra. Edu Soto estuvo sobreactuado como carnicero. Es evidente
que Laia Marull y Carlota Olcina fueron las grandes protagonistas de la noche:
equilibradas y sutiles. Merece ser mencionada también Lucía Barrado en sus dos
buenas intervenciones.
La presencia
de la música es otro elemento importante dentro del montaje. Y discutible. El
fragmento inicial del Hurt de Johnny Cash en la primera parte fue conmovedor,
pero el disparatado Roxanne de Police resultó absolutamente fuera de lugar,
aparte de romper sin delicadeza alguna la tensión dramática, y el Mother de
John Lennon hubiera quedado más propio en un susurro que a voz en grito.
Como se ha
dicho, Incendios tiene momentos de texto maravillosos que se empañan en la
insistente búsqueda de lo escatológico y en la vuelta de tuerca del incesto al
cuadrado, y sin embargo se deja ver con atención y suspense sostenidos, aun a
pesar de los numerosos vaivenes cronológicos y aun cuando ya se intuye todo el pavoroso
entramado desde la primera media hora.
Lo que sin duda no previeron el autor ni el director
fue el desaprensivo concierto de toses con que nos obsequió el respetable cántabro.
Hacía años que no se oía algo así, ya que incluso se perdía el texto en
numerosas ocasiones. Es verdad que en las salas del Palacio últimamente tiende
a hacer mucho frío, suponemos que por una mal entendida austeridad, pero sería
deseable que los espectadores vinieran ya tosidos de sus casas.