ORFEO "A LA VENEXIANA"

Con tres años de retraso, la celebración de los 400 años del nacimiento del género operístico desembarca al fin en el Festival Internacional de Santander. Aquella efeméride transcurrió en nuestra ciudad sin pena ni gloria ni la menor mención esperable hacia el género o la enorme figura de su fundador, Claudio Monteverdi. Mas he aquí que, al menos en 2010, podemos en última instancia disfrutar de un Orfeo, título iniciador de la cosa, en versión de La Venexiana, uno de los grupos que mejor y más extensamente han tratado la música del genio de Cremona, tanto en directo como en disco.
Aunque hubiera sido preferible una representación por todo lo alto, quizá de la fastuosa versión de 2007 concebida por Christie para el Teatro Real se desprenda la conveniencia de no hacer experimentos ni con gaseosa; el Orfeo, dadas sus singulares características estéticas y musicales, resiste con absoluta dignidad una representación semiescenificada, que fue por la que se optó en la noche del jueves en la Sala Argenta del Palacio de Festivales. La Venexiana lleva tratando con Monteverdi desde hace muchos años. Es innegable que Claudio Cavina y los suyos se conocen el percal monteverdiano como pocos. Sabe más el diablo por viejo que por diablo. Eso no quiere decir que no se puedan formular objeciones a sus trabajos más recientes, traducidos en grabaciones para el sello Glossa. Y el Orfeo está entre ellos. Alguna de las objeciones mencionadas se ha detectado en la interpretación “live” escuchada el pasado jueves. En cambio, otros aspectos han ganado con el directo. Detallemos.
El asunto se planteó con instrumentos a la vista sobre el escenario, con atriles iluminados. Al lado, la escenificación de un banquete de boda. Los pastores y ninfas visten atuendo contemporáneo: chaqués ellos, trajes largos ellas. Al otro lado una chaise-longue que sirve de apoyo en algunas de las escenas subsiguientes. Tras la espectacular fanfarria inicial de la obra (ejecutada con acierto, a excepción de su tercera vuelta, desde el patio de butacas) comienza el relato del personaje de la Música y la introducción consecutiva del resto de personajes. El inicio de la obra cuenta con el blanco como color predominante. Tras el intermedio, el rojo y el negro se adueñan del territorio de Plutón. Los esbirros del dios de los infiernos visten con traje y gafas de sol de estilo intencionadamente macarril; el propio Plutón parece un capo mafioso y su esposa Proserpina una prostituta venida a más. Caronte es el personaje más impresionante de esta parte, aun en su sencillez escénica. Un suave dorado emergerá finalmente con el rescate intelectual por parte de Apolo de un Orfeo vapuleado emocionalmente y humillado en la exhibición de su arte musical y poética.
La concepción y desarrollo de la ópera en estos términos no es novedosa. Otros ensembles y directores los han empleado en obras similares y hasta en la misma (el Orfeo monteverdiano de Tubéry, la Rappresentatione de Cavalieri por Pluhar…); en este caso, hay que subrayar que, si bien con uso de pocos recursos, la puesta en escena deviene amena y resultona (eso sí, debería cuidarse un poco más el vestuario).
En lo instrumental, la obra funcionó muy bien. Claudio Cavina, como ya se ha dicho, sabe lo que trae entre manos y supo extraer con evidente entrega desde la dirección un sonido bastante bello de sus instrumentistas, logrando un Orfeo con un empleo interesante de las disonancias y con tempi más apropiados que en su versión en disco. En lo vocal es donde se detectó una mayor irregularidad, con grandes aciertos y simultáneamente grandes fallos. Entre los grandes aciertos cabe citar la preciosa voz e imponente traza de Roberta Mameli como Música y Eurídice, que hizo gala de un caudal abundante, bien dosificado y proyectado, junto a una capacidad dramática y una presencia notables. Lo mismo cabe decir del Caronte de Salvo Vitale, potente, firme, inquietante, con un timbre penetrante y peculiar que, sin embargo, encaja perfectamente en su papel; quizá poco expresivo en lo gestual, su rica voz hizo por él ese trabajo. Debe destacarse también al Pastor Primero, Makoto Saturada, con una voz hermosa y bien dotada. Cabe igualmente hablar bien del resto del elenco (salvo lo que más abajo diremos) y de las partes corales, que se vieron dulcemente resueltas, con voces muy bien empastadas, a excepción de Giovanni Caccamo, Pastor Segundo, que no convenció en el coro ni en sus intervenciones solistas. Tampoco convenció Claudio Cavina como Pastor Tercero, con un volumen pequeñísimo y bastante disminuido en sus recursos, más si recordamos al Cavina que se podía escuchar in illo tempore. Gloria Banditelli y Mauro Borgioni estuvieron muy medianos en sus apariciones, demostrando más de una dificultad en la emisión. Pero fue Orfeo el que, decididamente, no terminó de ajustarse a su personaje. Orfeo es un reto para cualquier cantante de música antigua: es un papel duro, de tensión sostenida, que requiere gran esfuerzo. Mirko Guadagnini acusó este esfuerzo mostrándose cansado según se iba aproximando hacia el final de la obra. Su artillería vocal, más bien escasa, no era la adecuada para Orfeo; algo que, por otra parte, ya había dejado claro en el cedé de Glossa, donde desempeña el mismo rol. Desigual en la emisión, con ornamentaciones muy pobres, confundiendo expresividad con gimoteo, fue incapaz de transmitir emoción en sus dos arias estrella dentro de la ópera: “Rosa del ciel” y el mítico “Possente spirto”.
No obstante estos últimos apuntes, la valoración que debe hacerse es necesariamente positiva, porque la obra cuajó y se disfrutó. Se aprecia un buen trabajo de conjunto, capacidad en la dirección, ductilidad en lo instrumental, profesionalidad en lo vocal, sensibilidad monteverdiana. Presenciar un Orfeo es siempre un gozo para el espíritu, y el esfuerzo nada desdeñable de La Venexiana dejó claro por qué Claudio Monteverdi sigue arrodillándonos después de cuatro siglos.