MENÉNDEZ PELAYO, revisited

(Versión extendida del artículo aparecido en el Diario Montañés con fecha 5.11.2006)

Parece que a todos de repente nos ha entrado el ansia irrefrenable de celebrar la figura y obra de Marcelino Menéndez Pelayo, no importa cuál sea la excusa. Es probable que a nuestro buen polígrafo, que había venido durmiendo el sueño de los justos durante unas cuantas décadas, lo sacara de su letargo la directora de la mirada oscura –oscura por esos lentes con que no se sabe si mira el mundo o más bien se le empañan las ideas–, aquella directora no bibliotecaria empeñada en remover al bibliotecario Marcelino Menéndez Pelayo de su sede inmemorial en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional. Tras aquella heroicidad frustrada se extendió como una epidemia en Cantabria la prédica pro-menendezpelayista, que –no se me malinterprete– no es que me sorprenda por su improcedencia sino por su súbita aparición, máxime entre todos aquellos a los que hasta el momento Menéndez Pelayo les había importado un figo, en expresión del inmortal Berceo. Y con la epidemia mencionada brotó también la imperiosa necesidad –se percibe en la mayoría de las soflamas– de dotar a Menéndez Pelayo de un “algo” nuevo, algo que modificara nuestra visión tradicional del intelectual santanderino, como si su legado bibliográfico y académico no fuera suficiente o, peor aún, pudiera resultar a día de hoy envejecido. De ahí las discusiones bizantinas sobre los Heterodoxos Ortodoxos de don Marcelino, sobre si el polígrafo era o no de derechas, si era o no católico, si era o no… don Marcelino. Así que, con tanta duda, se impuso algo parecido a la deconstrucción –Lyotard y sus colegas se lo pasarían en grande– pero en regional y de andar por casa, que no estamos aquí para francesadas crípticas de tres al cuarto; de tal manera que, por obra y gracia de tanto zarandeo, Menéndez Pelayo ha pasado a integrar la dudosa galería de los revisited –lo que quiera que eso sea–, que últimamente están de lo más in. Los métodos de “revisitación” –discúlpese el palabro– han sido tan múltiples como sorpresivos. Entre ellos hemos asistido en este año al vituperio moral ejercido en la prensa local contra don Marcelino –convertido así en picaflor de escasa monta– por el desorientado presidente de una asociación que lleva el nombre del ilustre polígrafo, sumado a un supuesto escrito de reivindicación de su figura publicado por otro miembro noroestino de la misma asociación, indecorosamente adornado con faltas sintácticas y ortográficas, en dudosa correspondencia con el decorum estilístico –sensu etymologico– que de por sí lucía Menéndez Pelayo. Ello por no hablar del discutible papel que en los últimos años viene ejerciendo la citada sociedad-asociación, en general más dedicada a la publicación de opúsculos para egolatría y beneficio de sus miembros que a la efectiva difusión de la memoria de don Marcelino, como sus estatutos estipulan prioritariamente.
Otra opción de “revisitación” no menos sorprendente es aquella que, en el marco de la celebración de la NO concesión al montañés de la dirección de la Real Academia Española (¡¡!!) –por celebrar que no quede–, ha convertido en el día de hoy en improvisado actor y remedo de Menéndez Pelayo a uno de los varones más apuestos de nuestra ciudad; es de esperar que su porte augústeo, su aterciopelada voz y su saber enciclopédico compensen la carencia de un empaque del que, en cambio, sí parecía gozar Menéndez Pelayo –¿tal vez casi tan sabio como nuestro actor?– a juzgar por sus retratos.
Y puestos a enumerar, tampoco cabe olvidarse de otra institución que en nuestra región porta y da lustre al nombre del polígrafo; una institución en este caso académica que, amparándose en el relumbrón “internacional” de la figura de Menéndez Pelayo ha iniciado un nuevo periodo de gestión –un periodo igualmente revisitado– que ha resultado más deprimente aún que el precedente, según se ha descrito en este mismo periódico en su sección de Opinión, y por voz que estimo culturalmente autorizada, con fecha de 25 de septiembre –con lo que no redundaré en enumerar tristezas.
Pero… “no se vayan todavía, que aún hay más”: como en las penosas estaciones del Via Crucis, todavía nos queda asistir a los ciclos conferenciales que, organizados por personas no precisamente especialistas en la figura de Menéndez Pelayo, nos prometen nuevas y sustanciosas “revisitaciones” –risum teneatis– de una obra maltratada que a estas horas debe de estar temblando de puro terror y fotofobia en los sótanos de la biblioteca del polígrafo.
Y llegados a este punto, tal vez deberíamos preguntarnos cómo “revisitar” de verdad a don Marcelino. La actualidad de Menéndez Pelayo no pasa por ponerle máscaras venecianas, por revestirlo con ropajes extravagantes, por pretender descubrir que nos hablaba de otras cosas distintas a aquellas de las que nos hablaba, por traerlo hasta actitudes impropias de su entorno y pensamiento. Al final, tal vez sea lo más moderno rescatar lo que de valioso, que es mucho, persiste en su legado, y dejarnos de fiestas de disfraces, que Halloween está a la vuelta de la esquina y, como se descuide, al montañés le endilgan una calabaza. Así las cosas, me parece bastante más interesante reeditar con aparato crítico solvente aquellas partes de su obra susceptibles de relectura a la luz de los nuevos trabajos académicos que han venido apareciendo en los últimos años, o incluso emprender iniciativas orientadas a la difusión adecuada de la obra completa del polígrafo. Una empresa de estas características fue precisamente la acometida por el anterior equipo de gobierno de la Sociedad Menéndez Pelayo y especialmente por su secretario, el bibliotecario Xavier Agenjo, empresa que, paralela a otras arbitrariedades menos edificantes asumidas en exclusiva por el citado bibliotecario, ha quedado ensombrecida y silenciada a pesar de su innegable valía: me refiero a la digitalización de las obras de don Marcelino y de su epistolario, digitalización disponible en cd-rom y de manejo tan sencillo como estimulante, lo mismo para el investigador que para el lector curioso. Como digo, esta inmensa labor –de la que puedo hablar con plena conciencia porque se llevó a cabo en un periodo en que yo misma formaba parte de la Junta de Gobierno de la Sociedad Menéndez Pelayo– resulta hoy prácticamente desconocida; la partida pelín tumultuosa del polémico Xavier Agenjo propició que casi nadie atendiera debidamente, o que incluso se menospreciara, una de las iniciativas más válidas e interesantes que, desde el punto de vista intelectual, se han abordado desde asociación cántabra alguna. Así “semos”, así nos va.
Entre tanto, tampoco la casa de don Marcelino se ha librado de “revisitaciones”, como por otro lado en todo este proceso es natural… La casa de don Marcelino no es ya la que fue, no sólo en su aspecto externo, tan modificado por madrileños arquitectos como irreconocible por la memoria cántabra, sino incluso por sus nuevos habitantes, que han acabado por desahuciar a su legítimo propietario en nombre de un legado bibliográfico en el que –esto sí que es realmente sorprendente– ni están todos los que son ni son todos los que están. La casa de don Marcelino es hoy casa de su expulsado fantasma, y a la vez casa de un poeta santanderino un poco ausente por necesidades del guión… -del guión de una “gestora” emigrada del sur, atrincherada en el centro y con alergia al norte. Agitada lección de geografía.
Pero seguro que el catálogo de “revisitaciones” no está cerrado. Hagan apuestas, “revisiten” a su vez, que el muerto está bien muerto y nada va a decir. ¿Quién no tiene algo que aportar? Pasen y vean, el espectáculo aún se puede incrementar.

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