LA IMPORTANCIA DE NO LLAMARSE ERNESTO


En 1875, un joven de veintiún años realiza su primer viaje a Italia. En Roma, se detiene extasiado ante el epitafio inscrito sobre la tumba de John Keats. La rotundidad de la piedra dialoga en su forma perenne con el transeúnte, ofrece sus palabras decisivas a un espíritu todavía impresionable; quien fue apóstol universal de la belleza yace sin voluntaria identidad: sólo es alguien “cuyo nombre estaba escrito sobre el agua”. El joven visitante no olvidará nunca esa visión del agua como algo que purifica y a la vez disuelve, algo que arrastra en su curso lo epidérmico y al tiempo lo más íntimo; el agua en sus evoluciones, como elemento consustancial a la belleza. Veinte años más tarde, en 1895, el ya menos joven Wilde recurre al agua en tanto forma de catarsis para lograr un último trino de belleza inmaculada. Si Eurípides en el siglo V a. C. sostenía que “el agua se lleva las manchas y las heridas del mundo”, Oscar Wilde retoma la cita –bajo la mirada aprobatoria del Keats de nombre lábil- como cabecera para su dolorido De Profundis. Un puente intelectual por encima de la vida y de la muerte, de culturas y de siglos, que confirma como guía un ideal estético capaz de presidir, con coherencia sostenida, una existencia entera -que así adquiere un trazo circular, al confluir un principio y fin idénticos.
En realidad, toda la vida de Oscar Wilde es un cúmulo de círculos concéntricos, una serie de anillos que se van cerrando por mera coincidencia estética. Y todos ellos, además, contribuyen a señalar una senda con un destino claro, que es el de la Belleza como Supremo Bien, como resolución definitiva a aquella búsqueda que le fue propuesta al hombre ya en el mundo griego. La propia inclinación intelectual de Wilde, desde su primera juventud y hasta sus últimas vivencias, a los cánones helénicos, parece apuntar en esta dirección. Tampoco deja de resultar curiosa una eventualidad que redundará en la permanencia de un constante referente estético con el paso de los años, cual es el de la feminidad como criterio de belleza. Y es que Wilde, cuyos seis primeros años de vida transcurrieron con atuendo de mujer por singular apetencia de su madre (anécdota ésta que tal vez pudo inspirar remotamente a Donoso en la descripción de la poupée diabolique de su Casa de Campo, y que sin duda hubo de marcar al niño Oscar), retorna en cierto modo al horizonte femenino cuando dirija entre 1887 y 1889 la revista Woman’s World, y también cuando escriba sus artículos sobre las implicaciones estéticas del indumento femenino.
Los motivos para hablar aquí de Oscar Wilde y sus presupuestos artísticos (entendiendo artísticos en un sentido sumamente lato) pueden rayar hoy en la banalidad de la inevitable conmemoración secular: en noviembre del presente año se cumple el primer centenario de la muerte del escritor irlandés. Sin embargo, existe otra causa en principio más palpable, como es la recentísima aparición de sus Poesías Completas, a cargo de María Ángeles Cabré, dentro de la editorial barcelonesa DVD, que suponen la única traducción íntegra al español de la obra poética de este autor. Lo que da excusa para hablar del Wilde poeta, mucho menos conocido, con seguridad, que el provocador que vio en el teatro un medio de subsistencia y a la vez de asumida conducta social.
La configuración del credo poético de Oscar Wilde debe rastrearse bien lejos, y más en concreto en su época oxoniense. Después de sus primeros estudios en Enniskillen y posteriormente en Dublín (donde el profesor Mahaffy le imbuyó del amor a lo helénico), Wilde inicia en 1874 su trayectoria universitaria en Oxford. Allí, tanto el medio físico que le rodea (su residencia en el refinado Magdalen College no puede resultarle indiferente) como el ámbito de relaciones que frecuenta, le conducen por los pasos de una senda estética muy determinada.
En concreto, dos son en Oxford las personalidades que habrán de influir decisivamente sobre el poeta Wilde: John Ruskin y Walter Pater, ligados ambos a la enseñanza de la Estética en la prestigiosa universidad inglesa. En el primer caso, se trataba de uno de los críticos de arte más notables de su tiempo, un defensor a ultranza de Turner que postulaba la identificación entre arte y moral: con un vago regusto platónico, lo que Ruskin defendía era la validez de la ecuación entre Belleza y Bondad; estas dos referencias acompañarán a Wilde a lo largo de toda su vida en su quehacer como escritor. Será Pater, sin embargo, quien –con su relativismo estético, que le lleva a formular su principio del “arte por el arte”- deje una impronta más acusada en el autor irlandés; en particular, tanto este principio como la simultánea complacencia de Pater en la decadencia, en lo sensual, en el mal y en la muerte (en deuda evidente con el Baudelaire de Las Flores del Mal) dan algunas de las claves que pueden encontrarse, todavía muchos años más tarde, en varios títulos de Wilde, y cuyo exponente más obvio sea quizá esa extraña flor en prosa poética que es El Retrato de Dorian Grey (1890). Ruskin y Pater encarnaban en el Oxford de finales del XIX dos tendencias estéticas confusamente encontradas (confusamente, porque ambos se adherían parcialmente a los mismos presupuestos, aunque luego sus caminos se bifurcasen): mientras Ruskin era apasionado adalid de los llamados Prerrafaelistas (corriente mayormente pictórica, pero que también realizó incursiones en la poesía), Pater era el centro del Esteticismo que, importado desde Francia, era despreciado en los círculos más visceralmente victorianos, donde se calificaban de forma peyorativamente gráfica como “fleshly school of poetry” las producciones de Swinburne o Baudelaire. Oscar Wilde tiene la virtud de saber conjugar las dos tendencias en tanto “apóstol del renacimiento inglés del arte” (como le gustaba ser considerado), y así reconoce su inclinación compartida hacia Keats, Tennyson, Arnold, Rossetti o Swinburne.
Precisamente en relación con Keats escribe Wilde uno de sus primeros poemas, que publica en prensa en 1877: un soneto un tanto visionario en que “el sacerdote de la Belleza” es ensalzado metafóricamente como el Sebastián del Guido. La tumba de Keats supone para Wilde un objeto estético perfecto por cuanto es susceptible de evocar consideraciones artísticas en relación con la decadencia y la muerte. De la misma época, y en la misma línea, encontramos también otro poema, en este caso dedicado a su hermana Isola, compuesto bajo el expresivo nombre de Requiescat, y que fue seleccionado por Yeats para una antología de poesía irlandesa. En 1878 Oscar Wilde gana el Premio Newdigate de poesía por una composición titulada Ravenna, en que aprovecha con brillantez las impresiones que había obtenido de su viaje a este lugar en el año precedente. Menos éxito, en cambio, consigue Wilde con sus sonetos dedicados a las matanzas de cristianos en Bulgaria y Piamonte, que fueron tachadas de plagiarias por las influencias evidentes de Milton en el tema y en la forma.
En junio de 1881 publica el poeta irlandés su primer libro de poemas (Poems), a partir de poemas anteriores ya aparecidos en revistas y parcialmente modificados. A pesar de que la crítica no fue excesivamente generosa con esta primera incursión de Wilde en el horizonte poético (en concreto, la revista Punch encomia la encuadernación sobre el contenido), lo cierto es que el volumen alcanzó cinco ediciones en el curso de un año; no obstante lo cual, también hay que considerar que el ya notable brillo social del joven escritor –tan poco “Earnest”- hubo de influir de modo importante en este hecho.
Dos años más tarde, en 1883, Oscar Wilde realiza una estancia de varios meses en París que habrá de pesar decisivamente en su obra poética y en su quehacer literario en general, hasta el punto de que él mismo reconocerá esta etapa como una de las más fructíferas de su existencia. Después de una sonada controversia con el pintor y esteta Whistler (responsable del célebre aforismo “el arte ocurre”), Wilde se refugia en el trabajo y en los criterios estéticos franceses, que acusan sus poemas La Esfinge (vagamente simbolista) y El Prostíbulo. En estos poemas, y también en algún otro como Taedium Vitae, hay un coqueteo con el mal y el pecado, una respuesta al ennui, “dolencia virtual” generalizada en la época y combatida por Wilde en lo que tenía de pasividad: el mal no debía ser lánguido, sino elaborado. El irlandés, por tanto, evoluciona desde una postura culturalista y parnasianista hacia un decadentismo que, sin embargo, no quiso hollar lo naturalista, devoto como era de la forma.
La Balada de la Cárcel de Reading (1898) constituye el poema más conocido de Wilde, y paradójicamente el mejor aceptado por el público, a pesar de albergar en cierta manera una negación del credo estético del escritor irlandés, que siempre se aplicó a vivir una realidad poetizada y que incluso llegó a afirmar (en carta privada a Conan Doyle) que por hacer un epigrama traicionaría la verdad si era preciso. Tal vez la dureza del tema, su vertiente reivindicativa, incidieran en este inesperado éxito del poema, plenamente decimonónico por lo demás en su extenso formato.
En el ideario de Oscar Wilde, la poesía encarnaba el arte suprema. Justo era, por tanto, que la hora de su muerte, llegada en 1900, le sorprendiera en Francia, donde el escritor había dicho que residía su corazón; era una merecida concesión de manos de otra bella arte –la del buen morir- a una compañera de su misma consideración .

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