Para proponer una buena obra de
teatro hace falta más que contar con una buena idea y un buen plantel de
actores. Esta es la conclusión a que llegamos tras ver este fin de semana en el
Palacio de Festivales Los secuestradores del lago Chiemsee, obra salida de la
pluma del cántabro Alberto Iglesias –a la sazón igualmente actor en la misma– y
dirigida por Mario Gas.
La comedia que es, en definitiva,
Los secuestradores –comedia negra, si se quiere–, posee los mimbres adecuados
para funcionar, pero se queda en la epidermis y no cala en absoluto en el
espectador. La escritura transcurre de manera tan lenta como previsible, y su
autor desaprovecha una excelente ocasión para reflexionar sobre la hondura de
los hechos y de los sentimientos de los personajes que se plantean en escena,
más allá de la mera anécdota de la nota de prensa que en su día (allá por 2010)
sirvió de inspiración al germen de la obra. De este modo, una serie de clips
costumbristas se suceden para configurar un cuento de ancianitos que huele a
alcanfor a pesar de –o quizá también por– el exceso escenográfico, con el
melindroso jardín de una casa de confortables jubilados alemanes que alberga al
tiempo en un esquinazo una improvisada cámara de tortura. No entendemos la
mayor parte de los fundidos a negro que tienen lugar en el desarrollo de la
obra, rompiendo el ritmo por completo. Ni siquiera la música cumple otra
función más allá que la de mera y banal transición entre escenas.
Llegamos al final de la demasiado
extensa obra –sus dos horitas lleva– gracias al buen hacer del elenco de
actores, veteranos de las tablas capaces de afrontar cualquier desaguisado. A
Helio Pedregal, Vicky Peña, Gloria Muñoz, Juan Calot y Manuel Galiana se les ve
desenvueltos y suficientes en sus papeles, por lo demás bastante confortables,
dado que no requieren ningún esfuerzo introspectivo. Alberto Iglesias en su
encarnación del asesor torturado apenas tiene mayor cometido que el de estar
sentado en una silla y gritar de vez en cuando.
Por lo que parece, se nos ha
convocado a una obra comercial, a una tragicomedia de salón –o de jardín, por
ser más precisos– para la que quizá no se hubieran necesitado tantos medios
escénicos y humanos.