LA MAGIA DE LA EXTINCIÓN

 


Este martes ha tenido lugar una de las citas más conmovedoras de la programación del Festival Internacional de Santander de este año: el ciclo de lieder Winterreise o Viaje de invierno de Franz Schubert a cargo del barítono Matthias Goerne, acompañado en esta ocasión por el pianista Alexander Schmalcz.

Winterreise es en su género una obra maestra fuera de toda duda. Perogrullada, dirán ustedes; bien. Pero además puede llegar a ser una obsesión, como acredita la publicación hace un par de años del monográfico que Ian Bostridge –otro de los muy reputados y grandes apasionados intérpretes de ese monumento musical y humano – le dedicó en la editorial Acantilado. El Viaje de invierno es una exploración minuciosa de la desolación interior, de la conciencia de las pérdidas de los seres queridos (su madre, sus hermanos) y de los más tumultuosamente amados (esa amada invocada sin cesar), del extravío de una vida tantas veces carente de sentido, del sentimiento de vagabundeo por ese territorio mucho peor que el infierno, que es la nada. Todo ello a partir de los veinticuatro poemas del prematura y recientemente fallecido escritor Wilhelm Müller, regurgitados por un Schubert cercano también él mismo a la muerte, inmerso en los dolores que le causó la enfermedad que terminó con él (presumiblemente la sífilis).

Goerne es un monstruo absoluto que domina Winterreise como pocos. Cuando Schubert compuso el Viaje de invierno pensó realmente en un tenor, si bien aceptó desde el inicio otras posibilidades, y lo cierto es que la tesitura de barítono es perfecta para el ciclo, precisamente por los múltiples registros que encierran las canciones, que alternan el intimismo más recóndito (como ‘Der Lindenbaum’) con pasajes más furiosos (como el tremendo y fulgurante ‘Der stürmische Morgen’), necesitados de una voz sólida y dramática. Al margen de las sinuosidades del texto, que únicamente se hallan al alcance de un maestro total, Goerne desgranó para el público del Palacio de Festivales una versión emocionante. Goerne era el viajero del invierno que sufre todas las desventuras detalladas por Müller, que cae y se levanta, pero que al final del trayecto entrevé una luz, una neblina, un atisbo de esperanza que neutraliza el nihilismo. Nos lleva con él, le acompañamos sin aliento asistiendo a sus sentimientos vapuleados hasta el bálsamo final que nos depara con su ‘Der Leierman’, el girar de la manivela de ese organillo que nos humedece los ojos en una suerte de resignado descanso.

Su voz se adaptó como un guante a esta lectura en cierto modo libre pero trascendente y atinadísima, con gradaciones vocales maravillosas, desde la íntima grisalla del lirismo al esplendor terrorífico de la desventura absoluta. Dinámicas perfectamente dominadas del pianissimo al forte, expresividad máxima, sutileza, profundidad, colores infinitos… un festín para los espectadores.

El pianista, por su parte, subrayó acentos, dinámicas y los precisos cambios de tempo con inteligencia y compenetración.

Se hubiera agradecido una sala más pequeña por el carácter del recital y por la, lamentable e inexplicablemente, escasa afluencia de público. Entre un exquisito viaje invernal y la parrilla playera muchos prefirieron la segunda, sin duda.