LOS PAZOS DE LOS HIGHLANDS

Al calor de las efemérides se suscita la resurrección de obras de autores que durante décadas habían permanecido en estado de dormición. Algo así ha ocurrido con el rescate de Los pazos de Ulloa, propiciado por el centenario de la muerte de la condesa Emilia Pardo-Bazán y de la Rúa-Figueroa, últimamente además muy en boga por los mimitos epistolares que dispensaba a su amante, Benito Pérez Galdós, asimismo de profesión escritor y además garbancero, al juicio de uno de los más grandes dramaturgos que haya dado jamás este pellejo de toro en que vivimos.


El caso es que, por no dispersarnos y «volviendo a nuestros corderos», en este fin de semana hemos tenido ocasión de volver a la seguramente obra magna de Emilia Pardo Bazán –que en su día gozó de gran popularidad en la televisión patria por obra de Gonzalo Suárez– en la Sala Argenta del Palacio de Festivales, bajo la dirección de Helena Pimenta y con adaptación de Eduardo Galán. Un montaje difícil a priori, dada la extensión sustancial de la obra, en que resulta difícil podar para no quedar en la caricatura de las densas páginas naturalistas de doña Emilia. Hay que decir que Eduardo Galán se queda con las hilachas de Los pazo, mostrando lo más obvio de la obra y eludiendo los pasajes más interesantes de la misma –la denuncia política del caciquismo como singular «sistema electoral», los cambios que en el contexto social de Los pazosse estaban produciendo y que tan magnífica bibliografía historiográfica han generado, la penetración psicológica en el trasfondo de unos personajes que, a la contra, quedan dibujados de una manera precaria y superficial–. No sorprende esto en Galán, que siempre tiene a bien obsequiarnos con versiones light de las obras que acomete, en general de muy alta envergadura para los montajes que con ello pretende. Es un riesgo que se asume, y es difícil salir indemne de él. Muy difícil.


Más aún ha sorprendido la paupérrima dirección de Helena Pimenta. Si es verdad que con tales mimbres no podíamos esperar grandes resultados, lo cierto es que la simplicidad en el concepto y en la dirección de actores nos ha causado no poca estupefacción, teniendo en cuenta que es una directora que ha salido airosa de retos importantes. Sin embargo, el montaje de Los pazos nos ofrece una escenografía fea, estática y un tanto absurda (sigo preguntándome por qué los actores suben y bajan sin cesar una escalera innecesaria), personajes toscos y previsibles, vacíos escénicos inexplicables. La música empleada como sostén principal no encuentra tampoco su sentido en este asunto (¿por qué la clásica My heart’s in the Highlands aparece reiteradamente aquí?). Los actores se pasean por la obra a su antojo, sin orden ni concierto. Sobrecaracterizados todos ellos (Marcial Álvarez, Esther Isla, Diana Palazón…), gritan como si en ello les fuera la vida, cuando en realidad en los pazos verdaderos todo discurre de un modo sinuoso y subrepticio. No hay crueldad, solo escandalera. El mensaje nos llega mejor en susurros que a voz en grito. El único que se abstiene de gritar es Pere Ponce, pero a cambio apenas se le oye, y su carácter excesivamente timorato nos aleja de empatizar con sus buenos propósitos. Resulta todo tan lejano. Tan viejuno. Tan de otoño.