CLÁSICA JORNADA INAUGURAL

Tras un periodo de incertidumbre en las semanas precedentes acerca de la concreción de la celebración del FIS en este 2020, tuvo lugar finalmente este viernes la inauguración oficial de su 69 edición en un ambiente un poco más apagado de lo normal, debido a las restricciones de aforo, el uso de mascarillas, la eliminación de descansos entre obras y la imposibilidad de formar corros en el vestíbulo del auditorio para comentar el curso del concierto. Las estrictas medidas de seguridad sanitaria están repercutiendo negativamente sobre la subsistencia y desarrollo de la programación cultural de muchos lugares, y Santander no iba a ser una excepción, pese a lo cual es de suponer que debemos alegrarnos de que al menos el Festival, aun con múltiples objeciones, haya salido adelante.
En esta ocasión, se ha logrado salvar los muebles recurriendo a la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias bajo la dirección de Jaime Martín, asesor artístico del Festival, que precisamente por un asunto estético no debió tal vez ser protagonista de la jornada inaugural. Pero dejando a un lado estas consideraciones, el planteamiento de la noche se encomendó a dos obras clásicas y bien conocidas por el público: las Variaciones sobre un tema rococó, para chelo y orquesta de Chaikovski y la Sinfonía número 7 de Beethoven, que para eso estamos en su año. Para la ejecución de las Variaciones se contó con la intervención del joven y sin embargo premiado chelista madrileño Pablo Ferrández, recentísimo fichaje de Sony Classical. Las Variaciones permiten por su disposición —una introducción orquestal y un tema que desarrolla el solista, cadenza e interludio orquestal, en número de siete— el lucimiento del violonchelo, pues las variaciones contienen numerosos pasajes virtuosísticos y también momentos elegiacos de expresividad suma. Ferrández estuvo bien acompañado por la OSPA y brilló en sus momentos propios, con un bonito fraseo y con una excelente técnica que subrayó su intensidad lírica y elegante. Fue muy aplaudido y en respuesta obsequió al auditorio con el último de los catorce romances de Rachmaninov, Vocalise, obrita de 1912 para piano y voz que justifica su nombre en la elección por la soprano o tenor de una única vocal, aunque en este caso obviamente se trataba de un arreglo para chelo.

Sin intermedios se acometió la Séptima de Beethoven, con una explicación introductoria previa de Jaime Martín, dado que no se entregan este año en el Festival guías de mano. La verdad es que la séptima es una de las más controvertidas de las sinfonías beethovenianas en razón de su contenido programático. A diferencia de la diáfana Pastoral, la séptima suscitó desde su mismo estreno comentarios muy diversos respecto a su intencionalidad y sus referencias. Si para unos era apoteosis de la danza, para otros encarnación del espíritu campesino (Berlioz), para otros escenificación de una suerte de rosa nupcial (Schumann), para otros incluso voluptuoso sueño de una odalisca. El segundo movimiento promovió interpretaciones sepulcrales y el cuarto fue tachado por Grove de «duro estrépito», por otros de representar nada menos que una bacanal. Con independencia de todas estas teorías más o menos disparatadas, lo cierto es que «la Séptima», que data de 1812, era una de las favoritas del genio de Bonn y es una constante en las salas de conciertos, por lo que resulta mucho más que familiar para todos. Tal vez por ello se apreció cierta desorganización en el primer movimiento, que vino a resultar muy rústico menos por su tema que por las entradas a destiempo y una vaga pero determinante ausencia de empaste entre las secciones de la orquesta. Por fortuna la noche fue enmendándose progresivamente, y aunque en toda la sinfonía se detectó una sutil falta de cuerpo, los músicos fueron sintiéndose en cada movimiento más cómodos con la obra, remontando en el scherzo y entregándose más a fondo en la traca final del frenético allegro con brio. Martín en este tipo de repertorios suele dirigir con claridad y con una atención a los detalles no exenta de vitalidad. En esta noche mantuvo la pauta aunque se le notaba relajado, precisamente como en casa, quizá un poco más descuidado a causa de ello. No obstante, el resultado final fue agradecido y la OSPA —especialmente la sección de cuerda— lució sus mejores colores como se esperaba.

Como propina se abordó la Rosamunda de Schubert, tan cercana al clasicismo vienés. No entendimos muy bien por qué, pero la obra se cercenó por la mitad, y con ese fragmento se clausuraron 90 minutos exactos de concierto inaugural.