BOLO DE VERANO

Una de las citas más esperadas del Festival de este año era el recital de la mezzo Joyce DiDonato, de cuya voz y proyectos hemos venido disfrutando con frecuencia tanto en disco como en vivo. La última vez que la escuchamos fue en Oviedo, hace poco más de dos años, donde se marcó un espléndido recital dominado por las arias barrocas, que constituyen indudablemente su punto fuerte. Por causa del cierre de fronteras derivado del impacto de la covid-19, DiDonato quedó retenida hace semanas en Barcelona, y ello precisamente ha facilitado que protagonice en este mes sendos conciertos en El Escorial y en Santander. Es de lamentar que nuestras expectativas hacia la norteamericana no se hayan visto colmadas, como hubiéramos deseado. 
DiDonato es verdaderamente simpática en escena, sabe explotar muy bien la relación directa con el público —siempre lo hace—, y en concreto en la noche del sábado en la Sala Argenta se dirigió con mejor intención que resultados al auditorio en un español muy básico para difundir sus propósitos de amor y solidaridad en estos tiempos difíciles. Bien estuvo el mensaje, pero después quedaba cantar, y ahí las cosas empezaron a fallar. En realidad, el gran fallo del concierto cabe rastrearse ya en su concepto, tan errado como errático. Los recitales «de bulto» de los grandes divos del canto suelen pecar de que no aportan absolutamente nada al oyente, en tanto se trata de meros ramilletes en que se concatenan al azar diversas arias más o menos conocidas por el público y que de algún modo garantizan su buena acogida; pero no hay detrás una justificación, un esfuerzo por confeccionar un programa con sustancia. Joyce DiDonato ha caído en algo aún peor: juntar en la misma noche músicas de distintos lugares y épocas y tradiciones sin coherencia alguna, como quien junta churras con merinas; lied, barroco, zarzuela, música popular, música cinematográfica… se sucedieron en un arbitrario vaivén capaz de marear al melómano más pintado. La mera inclusión de títulos como De España vengo o Somewhere over the rainbow apunta a un programa de escasa exigencia y «para todos los públicos» (el bolo de verano de toda la vida) que, dicho sea con franqueza, no nos parece que esté a la altura de lo que se espera, y suele darse, en el Festival Internacional de Santander. Entendemos que el programa venía en el mismo paquete con la cantante y que desde el FIS pudo no haber opciones de negociación, pero es una lástima que el paso de DiDonato por Santander haya sido el que ha sido. 
Yendo a la traducción musical de este desvarío, hay que apuntar que no deja de extrañar que la diva haya escogido repertorios tan alejados de los que constituyen su especialidad vocal; y de ahí lo insatisfactorio de su desempeño. DiDonato es una mezzo lírica de coloratura con un poderoso registro central, buenos agudos y graves limitados, y por ello brilla en barroco o puede brillar en Mozart o Rossini y por lo mismo se queda sin remedio a las puertas del lied, que exige recogimiento e introspección. Así lo evidenció su Mahler, plano y sin matices, en que se buscó el intimismo a base de ralentizar el tempo (una exageración en Ich bin der Welt abhanden gekommen) y en el que faltó carnosidad y expresividad. A continuación regresó bruscamente a dos arias de Las bodas de Fígaro en las que se encontró más cómoda, pudiendo lucir mejor sus recursos, si bien Giunse alfin il momento es en realidad aria para soprano y DiDonato volvió a adolecer de ausencia de esa implicación tan exclusiva que Mozart exige. En un nuevo golpe de columpio nos encontramos ante el De España vengo de Luna, en que —sin pararnos a reprochar la dicción— se apreció el sobreesfuerzo por imponer un volumen que castigó el relieve y encanto que la pieza pudiera tener (qué inolvidable Teresa Berganza). Por fortuna, recaló la norteamericana en el barroco con dos arias de Hasse y Handel dedicadas a la figura de Cleopatra en las que se agradecieron su coloratura, su fraseo, su fiato, sus bellas agilidades, su bravura; una pena que el acompañamiento pianístico de Carrie-Anne Matheson resultara un tanto pobre para arropar esta arrolladora música. A continuación quiso la mezzo batirse el cobre con Granados y sus majas, saliendo un tanto herida del lance por lengua y por tono, hasta que al fin se encaminó hacia terreno seguro, con diversas canciones en lengua inglesa de las que emergió bastante más airosa: con preciosa técnica y gran intimismo abordó Greetings, brevísima y delicada pieza con que Bernstein celebró su paternidad, y ya posteriormente cerró el recital con canciones más ligeras hasta acabar en El mago de Oz. Como propinas, un Rossini —la pícara Canzonetta spagnuola— y un Ginastera —El árbol del olvido— completaron 80 minutos exactos de un popurrí más pensado para una reunión de amigos que para un festival. Otra vez será.

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