DESPEDIDA TRIUNFAL

Una etapa en verdad importante se cierra en la Compañía Nacional de Teatro Clásico. La marcha de Helena Pimenta es muy de lamentar: aunque alguno de sus montajes ha resultado controvertido, lo cierto es que la mayoría de ellos han expuesto el Siglo de Oro español en todo su apabullante esplendor, rescatando y ensalzando un acervo que a nuestro público debiera serle mucho más familiar y respetado. Pimenta no se va de cualquier modo: ha escogido un Lope de Vega de altura, rico en personajes, en verso, en temas, en profundidad, como es el de El castigo sin venganza, una obra de senectud —que no crepuscular— del Fénix de los Ingenios, plena de reminiscencias de la Antigüedad griega y a la vez surcada de reflexiones de increíble modernidad en aquella rígida y codificada España del 1600. Su paso por el Palacio de Festivales de Santander ha formado parte de esa melancólica pero brillante estela final que desembocará en el Festival de Almagro de este año 2019.
Muchos son los aciertos de Lope, como hemos dicho, en esta obra, y muchos también los de su adaptador, Álvaro Tato, sobradamente acostumbrado a estas tareas y que ha sabido quedarse con lo mejor de lo mejor, suprimiendo algún pasaje prescindible de la obra original (por ejemplo, la ejemplarizante y acartonada alocución final) y manteniendo un ritmo trepidante y adictivo. Pero es que, en líneas generales, y salvo alguna objeción aislada, muchos han sido también los aciertos de la dirección, que valiéndose de pocos pero efectivos elementos, ha presentado una escena variada y deliciosa, sirviéndose de velos, inteligentes cambios de luz, un escenario giratorio y un decisivo espejo final, símbolo del Barroco par excellence en tanto objeto y asimismo de la doble faz de su distorsionado reflejo, de quienes en él se enmarcan o en él buscan la verdad, en lugar de afrontarla con coraje y con sus propios ojos. Pimenta además ha movido a sus personajes con sabiduría, y ha concebido escenas de preciosa estética: la aparición de Casandra casi como una Venus de Botticelli, descendiendo en un cordón y envuelta en paños mojados; la peculiar asignación, no siempre majestuosa ni estática, de la función de corifeos a diversos personajes; la mezcla bien resuelta de vestuarios de inspiración clásica, barroca y contemporánea (siglo XX) simultáneamente; la elección de músicas pertinentes a la acción (Vivaldi, Verdi…) que logran una apenas perceptible pero precisa ambientación. Salvo la feliz escena boscosa, toda la acción transcurre en palacio y en una relativa penumbra, premonitoria de los sucesos escabrosos que se suceden ya desde el primer momento hasta el sórdido final, como en una ejemplar tragedia griega. 
Los actores están brillantes, llevándose probablemente la palma Rafa Castejón como el sentido Conde Federico, seguido muy de cerca por Beatriz Argüello como pasional Casandra. La escena en que ambos van rasgando el velo —ese concepto también tan clásico— de su mutuo amor, en esa gloriosa sucesión de endiabladas y bellísimas quintillas, nos encandila el oído y nos cautiva el corazón, lo mismo que el alegato de Casandra justo antes de ser arrastrada a la muerte, con un punto de emocionante y contenido feminismo. Joaquín Notario (implacable Duque de Ferrara, que va creciendo conforme avanza la función), Nuria Gallardo (pérfida Aurora de paradójico nombre) y Carlos Chamarro (simpático Batín) deben también ser mencionados por su excelente desempeño, aunque el elenco completo funciona a la perfección.
La feroz resolución de la obra nos lleva a la tristeza máxima de tantos acontecimientos de los tiempos actuales: la inmundicia se maquilla o se hace desaparecer dentro de casa y, en todo caso a poder ser, se le carga con el muerto a otro cualquiera. Porque, al final, quién lo diría, matar es lo de menos.