PODEROSA ELECTRA

Probablemente sea una de las heroínas más notables del mundo antiguo y una de las menos comprendidas: Electra encierra dentro de sí el espíritu de la mujer orgullosa de su linaje atrida, de la mujer posteriormente ultrajada y, al fin, el de la mujer que reconduce todo con pulso firme a su debido lugar. Electra, también, es la mujer que transforma el lenguaje soterrado y femenino de su madre por el de una mujer absolutamente dueña de su lengua. No es de extrañar que Electra haya atraído la atención de los tres grandes trágicos griegos y asimismo la de grandes artistas plásticos y músicos de todos los tiempos. En este sentido, tal vez la ópera de Strauss, con su inigualable libreto de Hugo de Hofmannsthal, haya sido la obra que mejor haya interpretado el revulsivo carácter de esta mujer cuya irrevocable determinación nos pone aún hoy los pelos de punta.
Es muy difícil mover a este personaje de su contexto, porque solo en el Mundo Clásico se pueden comprender y hasta aplaudir ciertas reacciones.  Sin embargo, Antonio Ruz, a quien ya tuvimos ocasión de ver recientemente en Santander en la barroca compañía de la Accademia del Piacere en À l’Espagnole, realiza un esfuerzo titánico por traerse el personaje hasta la España de comienzos del siglo XX, la España rural que nos ofrece cuadros menos cañí —aunque hay amagos— que sacados de estampas de Cristina García Rodero. Como era de esperar, el personaje mitológico sufre mucho en su hondura psicológica: la Electra de Ruz es una pobre muchacha que, de no ser por la aparición súbita de su hermano Orestes, se hubiera visto condenada al silencio y la mediocridad. La princesa malherida “con el cabello como un imperio destrozado” —decía Hofmannsthal— que reconoce y sacude a su hermano Orestes ante la tumba de su padre con un alarido como salido de lo más profundo de la tierra es otra cosa. Pero no se puede tener todo…
A cambio, y con las lógicas y múltiples licencias que por fuerza ha de tomarse, hay que admitir que Antonio Ruz realiza un trabajo excelente con su Electra, una obra sólida y completa, no una mera sucesión de estampas, aun estando estructurada en un prólogo, siete cuadros y un epílogo. Antonio Najarro, director del Ballet Nacional de España, acertó de lleno al encargar a Ruz la construcción de esta historia, que hunde sus raíces en otra mitología: la menos sutil y más carnicera de la historia fratricida ibérica.
En el montaje, Ruz cuenta con la intervención de un gran y bien conocido escenógrafo, Paco Azorín, muy inclinado últimamente a implicarse en esta suerte de trabajos. Azorín apuesta por una escena muy sencilla pero efectiva, con dobles telones para evocar los antecedentes de la trama y una definida construcción pétrea que funciona como austero palacio y como polvorienta aldea. En el suelo, una grieta hace las veces de aljibe y también de tumba del asesino padre asesinado. La limpieza del planteamiento facilita la contemplación de los aciertos del cuerpo de baile, a la vez que deja espacio suficiente al desarrollo de los bellos dúos de la coreografía, como el pas de deux de la anagnórisis de Electra y Orestes, en que aquella relata a su hermano con magistral uso de las castañuelas —preciosa metáfora— todos los acontecimientos sórdidos acontecidos en palacio durante su ausencia.
Hablando de coreografía, la colaboración de Olga Pericet pone puntos sobre las íes y una sensibilidad extraordinaria en su visión flamenca de la obra. Aparte, se aprecian influjos notables en Ruz tomados de técnicas de Pina Bausch o Sasha Waltz —de quien hace menos de una semana hemos visto en Madrid su montaje del Dido y Aeneas purcelliano—, muy bien integrados en el ideario del Ballet Nacional de España. Iluminación y vestuario constituyeron también un acierto visual en líneas generales, con composiciones hermosas, aunque no acabaron de gustarnos las toscas alpargatas de las aldeanas. Deben subrayarse las intervenciones de Inma Salomón (inmensa Electra), Sergio Bernal (Orestes) y Antonio Najarro (Egisto), dentro de un BNE muy plausible. Alberto Conejero se estrena y “pinta en coplas” la narración de los hechos, escueta y “alorcadamente”, en el verso sencillo que requiere la propuesta, muy bien defendido por Sandra Carrasco a modo de sentida “corifea”.
Muy de agradecer, por último, fue la llevanza de la delicada y atinada partitura de Martín Caminero, Moisés Sánchez y Diego Losada, que realizó la Oviedo Filarmonía en el foso bajo la batuta de Manuel Coves, atentísimo a la sincronía entre los bailarines y los refinados apuntes de la orquesta. Sin duda, fue un lujo —por desgracia, cada vez más escaso— poder presenciar semejante ballet con música en directo en el Palacio de Festivales de Santander.