«Lascia la spina / cogli la rosa; / tu vai
cercando / tu vai cercando / il tuo dolor». En 1708, hace ahora justo trescientos diez años, un jovencísimo Georg Friedrich Handel creaba un aria inmortal de hermosura
conmovedora que retomaba, a través de un texto de Benedetto Pamphili, el tópico
horaciano del carpe diem (o más
exactamente, el ausoniano del collige,
virgo, rosas) por el que se incitaba al gozo de la belleza y el placer
antes de que la devastadora acción del tiempo arruinara su disfrute. Tal fue la
hermosura del aria en cuestión, alumbrada para el oratorio Il Trionfo del Tempo e del Disinganno, que Handel, uno de los más grandes
y refinados maestros del autoplagio de la historia de la música, volvió a
emplearla en su primera ópera londinense, el fastuoso Rinaldo, cuatro años más tarde; si bien por salvar las apariencias
le cambió la letra —que no el espíritu, igualmente celebratorio de la vida,
aunque en un contexto menos declamativo y más dramático—: «Lascia ch’io pianga / mia cruda sorte / e che sospiri / la libertá».
Lo
que seguro que Handel nunca imaginó es que trescientos diez años más tarde de concebir
aquel alegórico oratorio para el que pergeñó aquella preciosa melodía que
conquistó inmediatamente los corazones de sus oyentes, lo que nunca podría
pasársele siquiera por la cabeza, es que aquella creación suya iba a ser
coreada por cuatrocientas almas como en un concierto de rock, y ello en una
sala de cámara de «música culta» —con independencia de que no sepamos demasiado
bien qué es eso—, bajo la dirección de uno de los grandes contratenores del
momento y en compañía de uno de los ensembles de música antigua más sólidos y
respetados del panorama internacional.
Todos
los aficionados en mayor o menor medida a la música recordamos momentos
especialmente dichosos o memorables en conciertos determinados: repertorios
deliciosos, solistas extraordinarios, propinas interminables, delicadezas de
naturaleza diversa para con el público… Pero quien estas líneas suscribe puede
afirmar que, habiendo vivido muchas emociones y muy intensas en muchos
auditorios, nunca ha salido tan conmovida de una velada musical.
El
concierto del «huracán» Franco Fagioli, que ya nos enamoró en su día con su
disco de recuerdo a Porpora y nos robó el sentido con su registro de homenaje
al virtuoso castrato Cafarelli, ha reaparecido, y lo ha hecho en España en una
brevérrima gira cuya primera cita se ha producido en el Auditorio de Oviedo hace dos días, en
el contexto de presentación de su último disco, dedicado íntegramente a Handel.
En realidad, el concierto abría la V Temporada de la Primavera Barroca del
Centro Nacional de Difusión Musical, en ejemplar colaboración con el
Ayuntamiento de Oviedo y con los conservatorios y la Universidad de una Vetusta
cuyo nombre parece más propio para estos lares nuestros que para los
asturianos, pues parece que por allí tienen muchas lecciones modernas que
impartirnos. El caso, decía, es que de tan gloriosa y desinteresada
colaboración surgen una serie de ciclos que permiten a sus privilegiados
oyentes descubrir o regresar a tesoros del patrimonio musical que nadie debería
desconocer. Tal vez por esa estrecha cooperación, por ese sentimiento de estar
compartiendo algo que es de todos, despojado de colores políticos y de
intereses tan descreídos como creados, pueda ser posible que cuando un
contratenor y un conjunto de músicos son aclamados por una sala en pie, lo que
ocurra es que él, Franco Fagioli, y los miembros de Il Pomo d’Oro, empiecen a
tocar y cantar Lascia ch’io pianga y
se detengan y señalen y arenguen con los brazos con absoluta generosidad hacia
el público. Y que éste, conociendo la letra del inefable poema de Pamphili y la
inigualable melodía de Handel que estremecía de dolor a Almirena, y agradecido
por una sesión de dos horas de barroco del mejor en vena, y solidario tal vez
por ese sentir íntimo que todos, ciudadanos de ese país llamado Cultura tenemos, susurráramos con nuestras pobres voces clamando por «la libertad».
Solo faltaron los mecheros.
Todo
esto ocurrió tras una noche apoteósica en que Franco Fagioli salió al escenario
del auditorio a meterse a todo quisque
en el bolsillo. Y vaya si lo consiguió. Calentada la sala previamente con un
concierto muy brioso y juvenil de Handel —del que ahora recuerdo una preciosa
versión de la Elbipolis Barockorchester Hamburg—, impecable en ejecución aunque
quizá corto en arropamiento instrumental, Fagioli empezó a desgranar arias
lentas para romper el hielo y a continuación se arrojó a las de bravura,
haciendo alarde de un instrumento poderosísimo, con agilidades de ensueño,
coloratura asombrosa y unos graves potentes y unos agudos delicadísimos –vaya pianissimi nos regaló—que nos
transportaron directamente a intuir lo que debieron de ser aquellos delirios
barrocos en que oír las locuras estilísticas de un divino castrado —por más que
la tesitura no fuera la misma que la de un contratenor actual— debía de ser
prácticamente orgasmático.
Stefano
Rossi realizó una impecable dirección al frente de los Pomo d’Oro, que
demostraron en todo momento que sus quilates no son de mero nombre. Mención
merecen todos: maravillosa segunda violín, Alfia Biakieva; brutal Federica Bianchi,
al clave arrojando al suelo las partituras según las iba utilizando;
entusiastas Giulio d’Alessio y Ludovico Minasi en viola y violoncello y... por
cierto, Jonathan Álvarez, al contrabajo, el «pomodoro» más joven y no por ello
menos brillante, hay que decir que es de Torrelavega.
Una
última sorpresa: los abuelos del argentino Franco Fagioli son también cántabros
de pura cepa, de Quintanilla de Lamasón. Ahí queda eso.
UN DISCO
FAGIOLI, Franco: Handel Arias. Il Pomo d’Oro. Zefira
Valova. Deutsche Grammophon. 2018.
Personalísima
selección de Fagioli de sus arias preferidas del Caro Sajón. Desde las más
intimistas a las más arrojadas, evidencia la extensa gama de affetti que el gran Handel nos legó en
su música y una voz única como la de Fagioli puede transmitir. Un festín para
los sentidos y un lujo en toda discoteca. Añadan al pack el Porpora y el Cafarelli
y no lo lamentarán.