Para
quienes leímos en su momento con devoción la refinada Crematorio y años después la más correosa En la orilla (aunque ambas en realidad iban de lo mismo: la
podredumbre del hombre por el hombre, la codicia sin límite ni pudor en
cualquiera de los estratos sociales), novelas ambas de Rafael Chirbes que
supusieron un puñetazo en el estómago de quienes no acababan de creerse la
crisis, o el porqué de la crisis, nos quedó un mal sabor de boca que no dejaba
de marcharse, porque los mismos personajes purulentos de aquellas ¿ficciones? siguen
pululando por ahí: son los mismos que cogen sobres a reventar con dinero en B y
tienen la desvergüenza de gobernarnos, los que hacen obras públicas para
llenarse los bolsillos, los que mandan asignar puestos en función del tamaño de
las «tetas» de la candidata de turno, los que se van de putas mientras nos
dicen que vivimos por encima de nuestras posibilidades, los que dicen que velan
por nosotros mientras sancionan a los pringados y dejan que escapen crudos los
mafiosos.
Trasladar
al teatro esta miseria no es tarea fácil, y Adolfo Fernández lo ha intentado en
su adaptación de En la orilla, la
versión «chunga» de todo este tinglado, ambientada en los pantanos valencianos
que tanta pobreza y basura y armas y cadáveres han ocultado entre sus fangos.
Tal vez es demasiada la inmundicia de este entorno tan concreto, asediado por
la corrupción y el crimen de forma incomparable en España, como para darle
forma en apenas hora y media. Son demasiados los depredadores y demasiado
fuerte el hedor de sus acciones. Fernández intenta abarcar la explotación de
inmigrantes, la chulería de personajillos de tres al cuarto que de repente se
vieron con inmensos fajos de dinero en el bolsillo, los sujetos sin escrúpulos
que se pusieron al servicio de las acciones más viles que ha conocido este
país, ordenadas por los que de verdad cortaban el bacalao en un pantano que, en
tanto entorno natural, resulta inmejorable metáfora.
A
Adolfo Fernández se le queda corto el tiempo y la acción y el texto. Todo resulta
atropellado e inverosímil —no olvidemos que la novela de Chirbes tiene 400
páginas de apretada prosa—, a pesar de que los actores —en especial los más
implicados: Marcial Álvarez como Justino, Rafael Calatayud como Francisco,
Adolfo Fernández como Esteban— se entregan al máximo a una suerte de última
orgía a las puertas del infierno decisivo, haciéndonos sentir incómodos —sin
duda un triunfo del montaje—. El resto se resuelve de forma impostada: la
aparición fantasmal de Sonia Almarcha como Leonor, los inconexos diálogos de
los inmigrantes explotados, la deriva previsible hacia la prostitución de Yoima
Valdés como Liliana, la caracterización excesivamente repugnante del anciano
padre de Esteban. El montaje se resuelve en lo escénico con una estructura
estática aunque funcional, a la que se intenta imprimir dinamismo con unas
proyecciones (recurso últimamente demasiado habitual) que no logran su
objetivo.
Quienes ya hayan tenido bastante con la cruda sesión del fin de semana en el Palacio de Festivales, quédense tal cual en sus casas, pero los que de verdad quieran olisquear el nauseabundo olor del áspero comienzo de siglo de nuestro país, vayan a la librería y cómprense los Chirbes.
Quienes ya hayan tenido bastante con la cruda sesión del fin de semana en el Palacio de Festivales, quédense tal cual en sus casas, pero los que de verdad quieran olisquear el nauseabundo olor del áspero comienzo de siglo de nuestro país, vayan a la librería y cómprense los Chirbes.